Message sent successfuly

Sending...


El derecho a la desobediencia (las instituciones NO funcionan)

colusiones
Tweet

Por Francisco Luco.

Como si el fraude de La Polar, el cartel de las farmacias, el de los buses y la recientemente denunciada colusión de productores de pollos no bastaran, a fines de la semana pasada tuvimos la oportunidad de enterarnos, por medio de la prensa, de una particular diligencia judicial practicada en las oficinas centrales de cuatro supermercados, sin que tuviéramos oportunidad de conocer en detalle los fundamentos detrás de esta mediática acción. Sin embargo, ya todos parecemos sospechar la dirección en que tal situación apunta.

Todos estos fraudes a la fe pública y el mercado configuran un peculiar panorama que no deja de llamar la atención, si es contrastado con aquella mítica pero manoseada frase de antaño: “hay que dejar que las instituciones funcionen”.

He oído a más de algún político y analista vanagloriarse de que, ya que la intervención judicial en estos casos acontece tan pronto como los mismos son develados, nos enfrentaríamos a una irrefutable muestra de la eficiencia (o al menos suficiencia) con que nuestras instituciones operan. Sin embargo, dicha actitud autocomplaciente deja de tener sentido cuando nos preguntamos siquiera cómo es posible que en un país que se jacta de su estabilidad política, económica y social, puedan gestarse estas verdaderas mafias económicas durante años, a vista y paciencia de tantos (inclúyanse aquí tanto órganos públicos como actores privados).

Moviéndonos al vergonzoso caso de los productores de pollo, tuvo que transcurrir una década para que la FNE acusara. Luego, uno cuenta con el legítimo derecho de preguntarse si la tardía reacción de las autoridades para detectar estos delitos se debe a una falta de empeño y una debida diligencia en el ejercicio de sus funciones, a la falta de recursos o a la maestría con que los grandes actores del mercado han dominado las artes del fraude económico, que les permitirían camuflarse como verdaderos tigres en la jungla, sabiendo cuándo ocultarse y cuándo asechar a sus presas (aunque eventualmente terminen siendo cazados más tarde que temprano, no sin antes haberse engullido unos cuantos millones de ciervos).

Yendo ahora al caso de los supermercados, podría cuestionarse, incluso, cómo es posible tamaña falta de sentido común, cuando cualquier cristiano que durante años haya salido de su vivienda a comprar víveres podría dar fe de que los precios en los supermercados A, B y C suelen ser bastante similares (por decir lo menos), a pesar de la existencia de irrisorios ganchos comerciales del tipo “si B lo tiene más barato, le devolvemos su dinero”. Y si bien es cierto que el caso particular de los supermercados todavía permanece bajo un manto de dudas, tampoco sería de extrañar que en este sector comercial igualmente existiese un nuevo equipo de directivos ganadores que decidieron fraguar alguna forma de robo masivo.

Tampoco es menos cierto que todos nos comenzamos a sentir generales después de la batalla, con diputados indignándose, calificando de “tremendamente grave” la situación y gente diciendo implícitamente con sus miradas acusadoras “ya lo decía yo”; lo reconozco. Sin embargo, mientras tal actitud se limite a analistas, periodistas y comentaristas de pasillo, no creo que haya razón para alarmarse.

En cambio, a los funcionarios de la Administración, integrantes del poder judicial y legisladores se les exige más. Uno parte de la base –cierta o no– de que las personas instaladas en el Estado son las más capacitadas y competentes para el ejercicio de su cargo, y por ello es que se les pide, con justicia, que sean generales no sólo después, sino antes y durante la batalla. De lo contrario, nuestro aparentemente saludable y atrayente mercado decantará por un despeñadero sin precedentes.

Rentabilizando el incumplimiento de la ley

A pesar de lo anterior, creo que lo verdaderamente interesante es cómo todos estos casos de falsificación de cifras, colusión y otros –aún por probarse– delitos económicos configuran un sombrío panorama mayor; panorama que, extrañamente, no suscita más atención que las minucias que la prensa suele poner de relieve, como el decreto de prisión preventiva para Alcalde y compañía (entretenido para efectos de la galería, irrelevante para arribar a axiomas jurídicos y económicos que impidan la ocurrencia de estos eventos a futuro) o las relaciones de parentesco entre determinadas personas (como si este hecho por sí solo constituyera delito alguno).

Este panorama mayor al que hago alusión se refiere a la existencia en Chile de una verdadera cultura corporativa que atañe a lo que podríamos denominar “derecho a la desobediencia”, es decir, la posibilidad de que integrantes de directorios, presidentes ejecutivos y gerentes de grandes empresas contemplen el ser sancionados, y no obstante ello opten finalmente por infringir la norma en pos de generar algún cuantioso aumento de patrimonio. En pocas palabras se trata de un simple cálculo de rentabilidad: si se puede desobedecer la ley, asumiendo primero que no se va a ser descubierto, y luego –en caso de serlo– que resulta más plausible pagar una multa frente a las ganancias obtenidas previamente, entonces el costo es bajo y el plan debe ponerse en marcha de igual forma.

Jugando a la especulación mezclada con un poco de sociología, podría aseverar casi con una certeza religiosa que lo que se ha venido descubriendo durante los últimos tres años es apenas la punta del iceberg. Ese iluso e ingenuo concepto del “mercado perfecto” –más cerca de las quimeras y la teoría económica que de nuestro ordenamiento jurídico-económico en particular y sus componentes– no sólo no existe, sino que se ha visto desplazado por un mercado que podría calificarse, más que imperfecto, como aberrante; un mercado en donde, con seguridad, muchas más industrias de las que creemos cuentan en su haber con algún caso de colusión. ¿O a nadie le ha llamado la atención que las empresas del retail mantengan en la mayor parte de su oferta exactamente los mismos precios? Así, se podría vaticinar sin esfuerzo que durante los próximos años, casos como estos y salidos de los más diversos sectores del comercio seguirán aflorando.

Si estas situaciones recién salen a la luz y pueden desarrollarse con la total confianza y despreocupación de sus gestores durante años, pareciera entonces que definitivamente las instituciones no funcionan, o al menos Chile no es la sólida república camino al desarrollo que todos creíamos que era. El papelón vivido durante las horas siguientes al 27-F ya nos dejó en evidencia, desmitificando el absurdo de “los jaguares de Sudamérica”. Ahora, la existencia de un mercado en donde los jugadores grandes parecieran hacer lo que quieren, hace lo suyo poniendo en tela de juicio una vez más un conjunto de lugares comunes que ya todos estábamos dando por cierto y que nos mantenía tranquilos.

Por último, no quiero dejar de constatar que en la elaboración de esta diatriba no existe ánimo alguno de criticar la posición de uno u otro sector político, sino de más bien poner énfasis en cómo un sistema económico enfermo, más allá de las consideraciones políticas, traba el emprendimiento, limita la innovación y, en general, coarta la entrada de nuevos actores a los distintos sectores de la industria y el comercio, gestándose un verdadero oligopolio que al final sólo deriva en una tranca al desarrollo del mercado y, por extensión, al desarrollo de nuestro país.

¿Cómo ves El Vaso?
Medio Lleno (4) Medio Vacío (0)

Francisco Luco

Estudiante de derecho, editor de CHW.net y colaborador en FayerWayer. Interesado más en la política, las NTI y las personas que en la norma jurídica. Twitter: @franciscoluco

Entradas relacionadas:

  1. Un momento refundacional
  2. El rol del dinero en la política chilena

// |


Feedburner RSS

Twitter

Facebook