Por Francisco Luco.
Se nos va el 2011 y con ello una historia políticamente compleja. Ya las movilizaciones sociales y el conflicto educacional por sí solos habían hecho de este 2011 un año particularmente difícil para el Gobierno, pero como si aquello no bastara, y como si se quisiera evidenciar un cierto afán por cerrar estos doce meses con gloria, en las últimas semanas se abrió además el flanco del Poder Judicial.
Esta creciente tensión entre Gobierno y Poder Judicial, con declaraciones cruzadas del Ministro del Interior, del Presidente de la Corte Suprema y del Fiscal Nacional, parecía haber amainado hace poco. Sin embargo, sólo la semana pasada una denuncia de CNN Chile reavivó la polémica al destapar el escándalo de las licitaciones en el Poder Judicial, con lo que vuelve a reanimarse también el debate acerca del pedestal de oscurantismo, falta de control y excesiva independencia en que se encuentra inmersa la más prestigiada de las funciones del Estado.
Más allá de este último episodio en particular, quisiera remitirme a esta descarnada relación entre Gobierno y Poder Judicial desde un prisma un poco más amplio, a propósito de lo que algunos se han empeñado en calificar como intervención en las facultades del Estado. Algo que resulta especialmente interesante considerando que hasta tenemos parlamentarios que, de forma no poco alarmista, han llegado a sostener que esta “crisis institucional” sólo es comparable al boinazo, y periodistas que se esmeran en denunciar un verdadero atentado al Estado de Derecho.
La tesis a la que han arribado quienes afirman lo anteriormente expuesto sería la siguiente: para que el Poder Judicial opere correctamente, y tal como sentenció Montesquieu en 1748 en El Espíritu de las Leyes, debiera observarse religiosamente el principio de separación de poderes o funciones del Estado, lo que vendría a equivaler, en la práctica, a la prohibición casi absoluta de que un “poder” se inmiscuya en la labor de otro. Luego, esto último sería precisamente lo que habría estado haciendo el ministro del Interior al criticar fallos del Poder Judicial, o al proponer la elección de jueces y fiscales como si de una parlamentaria o municipal se tratase.
Más allá de toda la batahola mediática que se ha creado, especialmente inflada tras el desistimiento de Milton Juica y Sabas Chahuán de concurrir al Consejo de Seguridad, resulta fundamental observar ya en frío y con algo de racionalidad el asunto. Después de todo, aquí no están en juego únicamente consideraciones políticas, sino la esencia de nuestras instituciones.
La norma religiosa de Montesquieu a la que antes aludía suele tener una aplicación mucho más laxa cuando se trata de las relaciones entre el Ejecutivo y el Poder Legislativo, pues es de su naturaleza que ambos actúen coordinadamente en la elaboración y ejecución de las leyes. Al fin y al cabo, ambas funciones son esencialmente políticas.
¿Pero por qué es diferente el Poder Judicial? La teoría nos dice que, al tratarse de una función eminentemente jurisdiccional, y debiendo encontrarse ésta ajena a cualquier consideración política o simplemente extrajurídica, no conviene ni resulta en absoluto aconsejable que sea susceptible a los vaivenes diarios del hipócrita y amoral juego del poder.
En la academia esta clase de consideraciones suelen ser el pan de cada día. No resulta anormal observar en ciertos abogados –que a su vez lo inculcan en las mentes de los leguleyos venideros– una suerte de tendencia a endiosar la labor jurisdiccional, de suerte que recaería una especie de gracia divina sobre el juez, quien por el sólo hecho de haber asistido a la academia judicial algunos años, se hace per se merecedor del título de tercero imparcial e independiente, casi como si se tratase de un sentenciador ajeno a las mismas consideraciones psicológicas en las cuales nos encontramos inmersos los humanos comunes (más allá de su superior conocimiento en materia de ley, claro está).
Estas consideraciones psicológicas, por cierto, implican una inclinación hacia determinadas ideas políticas, aprehensiones basadas en experiencias personales pasadas, miedos, intereses particulares y, en fin, un innúmero abanico de emociones, percepciones y razonamientos que, esfuerzos más o esfuerzos menos para que resulten lo más apegados a la norma y “objetivos” posible, siguen encontrándose más cerca de las traiciones del cerebro humano, sus mañas y su forma de pensar, que de la fuente de una infalible e imparcial sapiencia jurídica en cuya existencia algunos insisten en creer.
Pero lo cierto es que la mente de un juez está llena de todo esto y mucho más, de la misma manera que el Poder Judicial –en términos generales y abstractos– podría mantener algunas consideraciones diversas a las meramente jurídicas o académicas. Y está bien que, en parte, sea así. Esto porque, en definitiva, los Tribunales de Justicia no existen para legar sentencias bañadas en una prosa jurídica atestada de florituras legales, y cuyo objeto es iluminar y otorgar material de estudio a avezados e interesados en la ciencia del derecho.
Los Tribunales de Justicia existen (o, cayendo en el juego filosófico de la separación entre lo ontológico y deontológico, “debieran existir”) meramente para ejercer una labor orientada a la impartición de justicia.
El problema es que tan asentado se encuentra el mito de la infalibilidad e imparcialidad del Poder Judicial (que al final no es sino un cúmulo organizado de sentenciadores humanos, y no ese ente abstracto y semiolímpico en que cree el imaginario colectivo), que cualquier aseveración que pueda realizarse sobre su labor acarreará necesariamente el reclamo –en el mejor de los casos– de una supuesta intervención de poderes, y –en el peor de los casos– de una crisis institucional como la que algunos se han esmerado en denunciar recientemente.
Desde luego no se trata de llegar al otro extremo, y denunciar un Poder Judicial intocable para exigir otro plenamente permeable, sin barreras claramente delimitadas y a merced de los designios del Poder Ejecutivo. El planteamiento es más bien un llamado al sentido común, y un recordatorio de que las consideraciones a las cuales se orienta la labor del Poder Judicial, según cómo se mire, pueden llegar a ser –o derechamente son– tan pueblerinas y nobles como las del legislador y quienes integran la administración central.
Dicho esto, creo que es perfectamente razonable que la labor del poder judicial sea “revisada”, al menos en un sentido amplio, pues es de perogrullo que todas las funciones del Estado deben operar de forma más o menos coordinada y sincronizada en pos de un objetivo o proyecto común. Que tanto gobernantes como gobernados puedan comentar determinadas sentencias judiciales, o realicen un análisis general de ellas, es tan legítimo y necesario como el examen científico que un experimentador realiza para verificar su hipótesis y lo adecuado de sus resultados, o como el examen que cada cuatro años realizan los electores para castigar o premiar a una coalición de gobierno. Ello no es un atentado al Estado de Derecho, no implica una vulneración del principio de separación de poderes, no conlleva un atentado al carácter republicano de nuestro país ni deviene en un debilitamiento de las instituciones. Por el contrario, bajar al Poder Judicial de su pedestal y someterlo al escrutinio público dentro de márgenes razonables, es la mejor garantía de que todas y cada una de las funciones del Estado de Derecho se encuentran bien encaminadas.
Creo que episodios como las escandalosas licitaciones del Poder Judicial demuestran, una vez más, que los atuendos pomposos y un martillo sentenciador no garantizan infalibilidad, y por ello es que, en adelante, debiera reflexionarse sobre la necesidad de incorporar esta intocable función del Estado al marco de una sociedad moderna de mayor transparencia y control. Y que nadie llore por la destrucción de la democracia.
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