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Evidencia contra la intuición en la función pública, una batalla (casi) perdida

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Por Francisco Luco.

De la falta de conocimientos técnicos (o “el puente vale callampa”)

Un recordado y bochornoso episodio de nuestra historia política, que transita entre lo gracioso y lo deprimente, fue el “traspié” que sufrió el ex ministro de defensa Jaime Ravinet al pronunciar en el Congreso Nacional, a principios de 2011, las palabras mágicas: “el puente vale callampa“.

Con una desafortunada elección de términos que acabarían costándole el cargo, lo que el antiguo secretario de Estado buscaba transmitir era que la importancia del famoso puente mecano per se –a propósito del escándalo que rodeaba su compra– era secundaria, pues lo relevante, al tratarse de una compra militar efectuada en conformidad a la Ley Reservada del Cobre, era que aquella no podía someterse a los mismos estándares de transparencia que se exigen por regla general y de forma transversal en la Administración Pública. Por otra parte, el Consejo para la Transparencia –aseveraba Ravinet– no contaba con la competencia ni el conocimiento técnico necesario para determinar si dicho artefacto realmente podía incorporarse o no al beneficio de esa verdadera burbuja en materia de transparencia que implica la seguridad nacional.

El problema, sin embargo (y probablemente por esto mismo creo que la tesis no resultaba del todo válida), era que Ravinet se quedaba corto en sus razonamiento, ya que así como el Consejo para la Transparencia no contaba con los conocimientos tecnológicos y militares necesarios para determinar si el puente mecano realmente revestía o no alguna importancia para la seguridad nacional, tampoco cuentan con el conocimiento técnico necesario los parlamentarios frente a muchos de los proyectos de ley que deben discutirse cada semana (lo que debería verse suplido, en teoría, por la presencia en las salas de expertos en las distintas materias que se abordan), ni cuentan los miembros del Poder Judicial con los conocimientos técnicos necesarios para referirse muchas veces a situaciones de hecho que son entregadas a su jurisdicción y que escapan tanto del conocimiento de un ciudadano de a pie como del de un magistrado (lo que debería verse suplido, en teoría por la presencia de peritos).

Esto, por sí solo, no es criticable. Desde luego, jueces y legisladores no pueden saberlo todo, y por ello es que deben contar permanentemente con la asesoría técnica o científica que la situación demande. Sin embargo, por el bien de la discusión política y social del país, y para evitar que ésta siga cayendo a toda velocidad a un pozo de lugares comunes, sinsentidos y aseveraciones tajantes pero carentes de fundamento, sería deseable que tanto jueces como legisladores y –por qué no– ciudadanos de a pie realicen un esfuerzo un poco más concienzudo por aprender y argumentar, de manera que realmente sepan de lo que están hablando.

 

La joya del Poder Judicial en el caso Atala

Esta repentina apelación a la obligación de jueces y legisladores por saber de qué diablos están hablando me nace, no obstante, a raíz de un suceso mucho más reciente –y quizá más polémico– que el ya arcaico episodio de Ravinet. Me refiero a la resolución pronunciada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Atala.

En ella, evadiéndose los aspectos más sustanciales de la controversia jurídica sometida al conocimiento de la justicia chilena, la Corte Interamericana se limitó a hacer notar la discriminación en que el Estado incurrió al considerar la condición sexual de Karen Atala a efectos de privarle de la tuición de sus hijas y determinar su falta de idoneidad en la crianza de las menores.

El resumen de la resolución me llamó la atención en lo personal, sin embargo, por una razón bastante más particular. Para explicarlo de mejor forma, me valdré de una cita textual, de la primera decisión pronunciada del Juzgado de Menores de Villarrica, que hace la propia Corte Interamericana en su resolución:

 

que […] la demandada haciendo explícita su opción sexual, convive en el mismo hogar que alberga a sus hijas, con su pareja, […] alterando con ella la normalidad de la rutina familiar, privilegiando sus intereses y bienestar personal, por sobre el bienestar emocional y adecuado proceso de socialización de sus hijas”.

Que lo anterior implica una discriminación o consideración en exceso ortodoxa, ajena a la visión moderna que –suponemos– debería imperar frente el concepto de familia en un sentido amplio, está fuera de discusión. No porque crea que de hecho es así, sino porque, sencillamente, no resulta tan relevante para efectos de lo que quiero destacar.

Lo que me parece aberrante, por sobre cualquier potencial discriminación o interpretación errónea del Derecho en que se haya incurrido, es la ligereza y facilidad con que un tribunal de la república, parte integrante del Poder Judicial –y, ergo, pilar fundamental del Estado de Derecho– se permite hacer aseveraciones fácticas sin sustento probatorio y, peor aún, científico alguno.

La falta de pruebas que acredite que el cuidado de las hijas de Karen Atala por cuenta de esta última y su pareja lesbiana producirían alguna clase de detrimento “sobre el bienestar emocional y adecuado proceso de socialización” de las niñas es un asunto probatorio, concerniente al Derecho. Pero lo que sorprende realmente no es cómo durante todo el recorrido judicial del caso se prescindió de cualquier prueba para fundamentar la aseveración anterior en el caso particular, sino cómo se omitió cualquier evidencia científica a la hora de expresar una frase tan asertiva, en que parece esbozarse una especie de comprobado axioma o principio general de la psicología infantil.

En efecto, la lectura de esta curiosa resolución deja entrever que el tribunal arribó a esta conclusión con la misma liviandad y libertad que nos podemos permitir al afirmar hechos físicos evidentes y que no demandan hoy por hoy comprobación alguna, como la existencia de la ley de gravedad o el hecho de que la Tierra no es cuadrada.

Luego, cabe preguntarse: ¿en qué clase de estudios previos se respaldó esta resolución –y también la posteriormente pronunciada por la Corte Suprema– al sostener que “el bienestar emocional y adecuado proceso de socialización” (nótese la especificidad de la sentencia) de los niños se ven afectados por la crianza de una pareja homosexual? Sin ánimo de entrar a discutir la veracidad de la frase, lo fundamental es que una aseveración de esa entidad requiere, sino la existencia de pruebas concretas para el caso, al menos un respaldo metodológico que permita fundamentar su existencia como regla o principio general de alguna ciencia (en este caso psicología)

 

Del genio judicial al genio legislativo

 

El problema planteado, en todo caso, no es privativo de nuestro Poder Judicial.

Menos feliz es la historia cuando se examinan los proyectos de ley que semana a semana deben discutirse en el Congreso. Con diputados y senadores que muchas veces ignoran las materias sobre las cuales deben legislar –por no decir que carecen derechamente de todo conocimiento técnico–, los honorables se ven obligados a recurrir a especialistas que, sin embargo, no siempre parecen ser escuchados.

Reitero que el hecho de tener que recurrir a expertos para conocer de mejor forma las materias sobre las que debe legislarse no es algo, por sí solo, reprochable. Pero el panorama se torna especialmente patético cuando se trata ya no de discusiones en sala, sino de opiniones o declaraciones realizadas a la prensa en el marco de la que sea la polémica social o política de turno, gestándose así una cultura del show mediático en la política chilena donde, de nuevo, cualquiera dice lo que quiere con absoluta falta de argumentos empíricos en sus aseveraciones.

Pero lo peor ocurre cuando, en los más diversos asuntos, se comienzan a cimentar mitos que poco a poco van dándose por ciertos y cuya veracidad malamente se cuestiona por la ciudadanía.

Por de pronto, otro ejemplo de esta tendencia (en un ámbito completamente alejado del caso Atala, eso sí, aunque me acordé de él precisamente a raíz de la necedad mostrada en el caso anterior) dice relación con el fenómeno de la piratería. Así, durante mucho tiempo el lobby de la industria del entretenimiento, principalmente en Estados Unidos, contribuyó a la distribución de estadísticas escandalosas que cada año se hacen eco en publicaciones periodísticas de todas partes, de manera que no es extraño encontrarse con “estimaciones” del FBI u organizaciones internacionales en que nos enteramos, por ejemplo, de que año a año se pierden miles de millones de dólares en tal o cual país, o que el nuestro pasó de estar en la mitad del ranking internacional de piratería a estar entre los últimos puestos.

Lo cierto en este último caso es que, en un informe de 2010, elaborado nada menos que por la United States Government Accountability Office, se constató que estos números resultan ser, en el peor de los casos, derechamente falsos, y cuando no lo son, su dimensión resulta tan vaga y ambigua que termina sujetándose prácticamente al amplio arbitrio de quien se encuentre detrás de las “estimaciones”. Por otra parte, un estudio encargado por el gobierno británico a un grupo independiente de expertos, y cuyas conclusiones fueron recogidas en 2011 en el llamado Informe Hargreaves, demostró, esta vez con una metodología y trabajo riguroso de análisis detrás, que la evidencia empírica, contra la intuición y los mitos que se han venido profiriendo durante años en el marco de la llamada batalla contra la piratería, era otra.

Este segundo ejemplo ilustra la facilidad e impunidad con que las autoridades del Estado muchas veces pueden realizar afirmaciones que de una u otra manera influyen en los gobernados, pero rara vez cuentan con una buena argumentación y comprobación empírica detrás que las respalde. Así, esta falta de rigurosidad y carencia de metodologías deja de ser una molestia menor, anécdota o simple motivo de burla desde el momento en que tales afirmaciones derivan directamente en la dictación de sentencias judiciales (en el primer ejemplo, sentencias discriminatorias o carentes de cualquier lógica) y la elaboración de leyes (en el segundo ejemplo, leyes cada vez más severas, invasivas y atentatorias contra los derechos fundamentales).

Hoy en día, cuando todas las instituciones del Estado parecen atravesar una crisis de confianza y credibilidad, parece más necesario que nunca recordar esos olvidados fundamentos del método científico que se nos inculcan ya durante la enseñanza básica, y recordar que todo fenómeno sobre el que nos pronunciamos a favor o en contra, sobre todo si ostentamos algún cargo público, deben ser comprobados. Sino, la creación de leyes y el pronunciamiento de sentencias se transforma en un festín carente de toda racionalidad que en nada contribuye al desarrollo de una sociedad. De esta forma evitamos también, de paso, que el Poder Judicial esboce teorías psicológicas, sin evidencia, en forma de resoluciones, y que nuestros legisladores aprueben un tratado multilateral que muy posiblemente acabe criminalizando una actividad cuyas consecuencias tampoco han sido probadas.

 

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Francisco Luco

Estudiante de derecho, editor de CHW.net y colaborador en FayerWayer. Interesado más en la política, las NTI y las personas que en la norma jurídica. Twitter: @franciscoluco

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El Trago Fuerte

¿Qué piensa cada congresista sobre el binominal, el semipresidencialismo, el matrimonio homosexual o sobre el aborto terapéutico?, ¿A qué opositor de su conglomerado político admiran más, a cuál menos?, ¿cuáles son sus creencias religiosas y cuáles sus referentes personales? 19 parlamentarios de diferentes partidos políticos accedieron a someterse al Rayo X Político, la nueva iniciativa de El Vaso, el blog de la Fundación Ciudadano Inteligente.

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