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Ley Zamudio y ciudadanos de bien

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Por Francisco Luco.

Con la muerte de Daniel Zamudio se dio comienzo, una vez más, a la ya clásica oleada de comportamientos que esta clase de tristes sucesos mediáticos suele inspirar: parlamentarios de todas partes rasgando vestiduras por la más reciente incorporación en su repertorio de prioridades y preocupaciones sociales, todo un país demostrando una cierta autoridad moral y ese doble estándar tan propio del comportamiento criollo, prensa estrujando el asunto en cuestión a niveles vergonzosos y, cómo no, los infaltables y correspondientes proyectos de ley, cuyos nombres, por si fuera poco, suelen –o intentan– hacer honor a la conmoción pública que demande la atención de la prensa y del resto de la sociedad en un momento determinado.

En beneficio de la llamada clase política puede decirse, sin embargo, que la “ley Zamudio” –boletín Nº 3815-07– no es algo surgido de la noche de la mañana, pues, como ya sabemos estas alturas, dicho mensaje se ingresó a tramitación hace ya siete años, aunque sólo fue aprovechándose de la contingencia más reciente que decidió otorgársele urgencia.

El problema de este modus operandi reactivo –y sobre todo efectista– a la hora de legislar es que se pierde de vista la verdadera labor del actor político, de la nobleza y el estricto sentido de su misión, generándose, en consecuencia, ciertos fenómenos lamentables.

En primer lugar se le intenta otorgar a la ley una labor a la que difícilmente podría hacer frente, cual es la de reeducar o modificar la visión y comportamiento de una sociedad respecto de un determinado asunto; todo lo cual, evidentemente, resulta muy difícil, por no decir imposible (sobre este tema en particular ya se ha dicho bastante, tanto en columnas de opinión como en espacios televisivos, de manera que no agregaré más).

El segundo gran problema es que se evidencia la falta de una debida discusión de fondo que garantice que el proyecto de ley, antes de ver la luz, cumplirá ciertos estándares mínimos desde un punto de vista cualitativo. Así, toda ley debería discutirse fríamente, con el mayor ánimo de racionalidad posible y siempre con miras al bienestar de la mayoría. Lo anterior implica no sólo que el contenido se apoye, como sea posible, en criterios completamente empíricos, sea cual sea la materia en cuestión, sino también que tenga sentido desde un punto de vista jurídico.

Por desdicha, como se desea despachar el proyecto rápido y con ello satisfacer las expectativas sociales generadas –casi como si se tratase de darle pan al pueblo–, suele descuidarse precisamente la “calidad jurídica” de un texto, imperando así un “cortoplacismo” simplista que, en desmedro de la anticipación a problemáticas que pudieran suscitarse a futuro, opta por limitarse a trabajar, sea como sea, sobre la base del polémico asunto del momento de la forma más expedita posible.

Por ello es que me resulta satisfactorio el hecho de que la llamada Ley Antidiscriminación haya resistido la dictadura del discurso políticamente correcto, y en vez de haber visto aprobado su articulado completo durante esta semana en la Cámara de Diputados, haya sido ingresado a comisión mixta. Ello porque un análisis más profundo del tema permite concluir que, de aprobarse, no se trataría sencillamente una buena ley.

 

¿Dónde queda la libertad de expresión?

En el programa de televisión Tolerancia Cero, Lily Pérez afirmaba que lo que aquí se pretende sancionar es la “incitación al odio”. Sin embargo, ¿qué debe entenderse, en estricto rigor, cuando se refiere la acérrima defensora del proyecto a “la incitación al odio”?

Como acusaba correctamente Fernando Villegas en la misma oportunidad, se genera en el proyecto un clásico conflicto de colisión de derechos, especialmente agravado en esta oportunidad por la excesiva laxitud de la ley y lo ambiguo del concepto de discriminación.

Menos feliz es el intento del propio texto por aterrizar esta terminología al incluir en su articulado un amplísimo catálogo de criterios en los que se entendería que se ha, por decirlo de alguna manera, “incitado al odio”.

Con criterios que ciertamente se extienden mucho más allá de la raza, la sexualidad y la nacionalidad, nos enfrentamos a una letanía que una vez más cede ante el discurso políticamente correcto y abre la aberrante posibilidad de que se coarte, sin mayores dificultades, el ejercicio de otro derecho fundamental como la libertad de expresión.

Es cierto que la propia senadora también se ha esmerado en intentar fundamentar por qué no sería procedente una hipótesis del tipo “se sancionará a alguien que haya emitido un simple comentario en un blog y pueda eventualmente herir susceptibilidades de ciertos grupos”, pero las explicaciones no parecen satisfactorias en lo absoluto.

La libertad de expresión es un derecho fundamental –sagrado en una sociedad cuyo sustrato político es eminentemente liberal– que debe concebirse como verdadera regla general y frente al a cual las limitaciones debieran ser excepcionalísimas. Por ello es que resulta chocante los amplísimos términos en que se encuentra redactado el proyecto, al señalar:

“Para los efectos de esta ley, se entiende por discriminación arbitraria toda distinción, exclusión o restricción que carezca de justificación razonable, efectuada por agentes del Estado o particulares, y que cause privación, perturbación o amenaza en el ejercicio legítimo de los derechos fundamentales establecidos en la Constitución Política de la República o en los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por Chile y que se encuentren vigentes, en particular cuando se funden en motivos tales como la raza o etnia, la nacionalidad, la situación socioeconómica, el idioma, la ideología u opinión política, la religión o creencia, la sindicación o participación en organizaciones gremiales o la falta de ellas, el sexo, identidad de género, la orientación sexual, el estado civil, la edad, la filiación, la apariencia personal y la enfermedad o discapacidad.”

Desde luego, lo anterior da pie para que elementos sustanciales en una sociedad moderna basada en el respeto y la tolerancia que muchos aparentan pregonar –e indispensables para sostener un Estado de Derecho–, tales como la libertad de opinión, se vean peligrosamente afectados por una polémica transitoria (aunque sea reflejo de algo mucho más antiguo y trascendente) que lleva a legislar en caliente y perder de vista cierto sentido de sensatez.

Si bien es cierto que “la libertad de uno comienza donde termina la del otro”, no parece apropiado ni sano para una sociedad democrática restringir las opiniones de sus ciudadanos a lo que parezca ser el discurso políticamente correcto de turno. Así, me parece que se genera un error de toda trascendencia al confundirse la gravedad de un acto criminal como el visto hace algunos días y el consiguiente deseo por evitar la comisión de estos delitos, con la obligatoriedad de que la sociedad comience a utilizar un lenguaje más apropiado y cercano a lo que significa ser un hombre de bien y la clase de ciudadano ejemplar que el Estado espera que seamos (una tendencia ya implantada, por ejemplo, con la prohibición draconiana de beber la más mínima gota de alcohol al conducir, o las crecientes restricciones al derecho de cualquier mortal de fumar).

Curiosamente el propio proyecto parece establecer algunos mecanismos con la pretensión de evitar cualquier problemática como la antes descrita. Así, señala en su articulado que las discriminaciones realizadas conforme al legítimo ejercicio de ciertas garantías constitucionales (entre las que, paradójicamente, se encuentra la del artículo 19 número 12 de la Constitución, esto es, “la libertad de emitir opinión y la de informar, sin censura previa, en cualquier forma y por cualquier medio”), aún cuando se cumplan los criterios de arbitrariedad señalados por mismo texto, “se considerarán razonables”. (Como se podría esperar, este despropósito jurídico ya se ha hecho notar por diversos actores, de suerte que, una vez que se vuelva a revisar el proyecto, el problema antes aludido cobrará sin duda mayor relevancia.)

Es cierto que el trayecto que este proyecto de ley ha recorrido ha resultado más extenso de lo necesario, y la paciencia en muchos sectores parece comenzar a agotarse. Sin embargo, en favor de los honorables que tuvieron la oportunidad de dirimir el asunto durante esta semana, puede decirse que, aún en las condiciones actuales tan peculiares, fueron capaces de resistir a la presión y darse de cuenta de que, entre otorgar a la sociedad un producto legislativo defectuoso y extender aún más la tramitación del mismo con tal de hacer una buena ley, más vale lo segundo. Eso, qué duda cabe, siempre es de agradecer en una sociedad donde antes que la “ciencia jurídica” y las evidencias empíricas priman las emociones y el discurso del que grite más fuerte y en el momento apropiado.

 

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Francisco Luco

Estudiante de derecho, editor de CHW.net y colaborador en FayerWayer. Interesado más en la política, las NTI y las personas que en la norma jurídica. Twitter: @franciscoluco

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