Por Francisco Luco.
Decir que Chile es un país que cambió, con ciudadanos hoy más “empoderados“, es un lugar común. Y de los favoritos en el vocablo de los políticos que pretenden vender el fiasco de la renovación.
Algunos más osados, como Tironi, aseveran que todo tiene su génesis en el mandato de la ex Presidente Bachelet; que fue ella quien instauró en el país un liderazgo “distinto”, más “horizontal”, más “maternal” y merecedor de toda clase de rasgos y apelativos siúticos de esos que fascinan a sociólogos, columnistas u opinólogos en general.
Sin embargo, no tantos se han esmerado en tratar de desentrañar a qué hacen alusión estas manoseadas frases clichés, que como otras tantas que se han instalado en la política nacional en distintos períodos –recuérdese la prostitución del vocablo “progresismo” durante la última presidencial–, parecen tener más de floritura retórica que de contenido.
Podría aseverarse que el que hoy los ciudadanos de Chile se encuentren más “empoderados” equivale a que sean más conscientes en la exigencia de sus derechos, y probablemente pocos se opondrían. Lamentablemente, si entendiésemos que efectivamente ocurre así, no parece saludable que tal cambio social tenga asidero si se lleva a la práctica de forma extrema, máxime si consideramos la existencia de esa clásica cultura, tan asentada en nuestra idiosincrasia, de exigir muchos derechos, pero cumplir pocos deberes.
Esto ha llegado en pleno 2012 a límites absurdos. Donde existe una colectividad –llámese ciclistas, homosexuales, heterosexuales, cuidadores de mascotas, pescadores, conductores, cocineros o meseros–, existe una causa que merece ser luchada (intereses privados, legítimos, pero aún circunscritos a un reducido grupo de la población). Donde existe una causa que merece ser luchada, hay un grupo de ciudadanos aguerridos dispuestos a exigir a la autoridad. Y donde hay un grupo de ciudadanos exigentes, supuestamente “empoderados” y conscientes de sus derechos, existe la enorme posibilidad de que se incurra en el ya clásico recurso de salir con todo a la calle, y de ahí para adelante que sea lo que Dios quiera.
Por supuesto que no siempre resulta especialmente alarmante esto último. El más novedoso de los paros es el declarado hace algunos días por un grupo de trabajadores del Censo 2012. Y más allá de la legitimidad o inexistencia de ésta en el movimiento, no parece sensato prever que se tratará de uno que podría alcanzar ribetes insospechados y poner a La Moneda de cabeza, como sí lo han hecho tantos otros en los últimos dos años.
El problema aparece, en cambio, cuando se trata de grupos que, precisamente, sí pueden llegar a conseguir un gran arrastre, al punto de poner en entredicho la institucionalidad del país y, peor aún, su estabilidad sociopolítica, como fue el caso de Aysén y las llamadas marchas estudiantiles.
Desde luego, podrá alegarse desde el fondo del movimiento de turno la legitimidad de sus demandas y la obligación del Estado por satisfacerlas, ya que el objetivo de este último es propender al bien común. Sin embargo, suele olvidarse muchas veces que así como cada grupo de interés privado cuenta con una serie de exigencias legítimas, hay cientos de otros grupos al lado haciendo fila para conseguir su propio proyecto de ley o aumento de lucas. Así, prima una cultura del egoísmo y egocentrismo que desnuda, más que un auténtico “empoderamiento” en la sociedad civil chilena –que tampoco es tal puesto que implica responsabilidades–, un deseo de llegar hasta las últimas consecuencias, por complejas que aparezcan, sin que importe demasiado resto.
Y qué importante es ese resto, por cierto. Podríamos hablar aquí de orden público, para que nos entendamos, pero probablemente a muchos el concepto les traiga aparejados viejos y malos recuerdos. Sin embargo, es necesario hacer notar que no se trata de defender estandartes de la vieja guardia ni ideas supuestamente autoritarias que pretenden sublimar valores cuestionables del republicanismo por sobre otros más democráticos y socialmente aceptados.
El orden público no es otra cosa que un cierto estado de paz social que posibilite el normal desenvolvimiento de la comunidad; que un oficinista pueda llegar a su trabajo sin necesidad de esquivar barricadas; que familias puedan salir a pasear un fin de semana sin temer encontrarse con piedras o desórdenes de otro tipo.
También podría alegarse eventualmente que quien suscribe confunde la legitimidad de las marchas autorizadas como manifestación de la voluntad social, con los desmanes de encapuchados que nada tienen que ver con los protestantes que anhelan ser escuchados. Sin embargo, resulta imposible convocar a esta clase de manifestaciones sin prever que los resultados acabarán siendo los mismos de siempre; los mismos que la historia reciente se ha encargado de reafirmar una y otra vez. Crear una barrera entre ambos fenómenos, con el pretensioso deseo de disociar una cosa y la otra, parece artificioso y autocomplaciente.
Junto con el orden público, suele arriesgarse también una cosa no menos importante, que es la legitimidad de nuestra institucionalidad. En efecto, en la medida en que cualquier demanda comienza a ser canalizada a través de gritos y marchas, se va creando una situación de inestabilidad social en que pareciera que no hay nadie capaz de representarnos, en que las autoridades no cuentan con legitimidad para actuar y en que el margen de acción de las instituciones es casi inexistente, porque sencillamente todo parece muy burocrático y engorroso y ya nada resulta tan expedito y efectivo como cortar un par de caminos, llamar a la prensa y “emplazar” (otro término trillado y de significado equívoco) a las autoridades.
En resumen, este falso “empoderamiento” sólo ha contribuido a que ante cualquier seña de descontento o problemática nos valgamos única y exclusivamente del que antaño era el último recurso, pero que ahora parece ser la primera opción en la lista de medidas a tomar.
Hoy, cuando nos encontramos ad portas de la que parece ser una nueva oleada de movilizaciones promovidas por la Confech, parece necesario recordar que la legitimidad de nuestras demandas no difiere demasiado de la legitimidad de las exigencias de quien se encuentra al lado, y que ser escuchado porque uno grita más fuerte, porque se puede reunir a más colaboradores o porque –aunque se niegue– se cuenta con la maquinaria de un partido detrás, no parece justo. Pintarse la cara, gritar fuerte y exigir hasta las últimas consecuencias, según mi humilde criterio, dista bastante de un verdadero “empoderamiento”.
Puede que el hecho de que Chile haya cambiado en los últimos años sea el único cliché verdadero, pero, lamentablemente, tampoco parece que dicha metamorfosis haya operado para bien.
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