Felipe I. Heusse
Presidente Ejecutivo
Fundación Ciudadano Inteligente
En el interés de estudiar un virus y descubrir la medicina que pueda contrarrestar sus efectos, cualquier Epidemólogo que se aprecie de tal buscará identificar el caso número uno; aquél donde por primera vez aparecieron los síntomas de un virus que luego se habría de propagar.
En materia de transparencia muchos coinciden en señalar que Aders Chydenius, un sacerdote sueco y legislador de la segunda mitad del siglo XVIII fue quien dio el punta pie inicial a la idea de regular el principio de transparencia en la actividad del Estado, aunque a decir verdad, es el propio Chydenius quien a través de sus escritos aclara haberse basado en la gran Oficina Imperial de la Censura creada en China durante la dinastía Ching. Desde entonces las políticas y regulaciones de transparencia conocieron a Bentham y su obsesión por la vigilancia (panopticón), a Popper y su modelo de sociedad abierta, como también a Foucault y su fijación con la visibilidad como trampa de las sociedades modernas para controlar la libertad del ciudadano. Desde la ‘Freedom of Information Act’ de 1966 en Estados Unidos, ya son más de 70 los países que cuentan con algún tipo de regulación que norma el derecho de acceso a la información, en la mayor parte de los casos, a través de leyes especiales (“leyes de transparencia”) que establecen el derecho ciudadano de solicitar acceso a la información pública, como asimismo el correlativo deber del Estado de entregarla, o bien pro-activamente publicar la información sin mediar requerimiento ciudadano.
Aunque las políticas de transparencia deben analizarse de manera arquitectónica, observando cómo sistemáticamente interactúan, entre otras, las leyes de acceso a la información, junto a disposiciones constitucionales, derechos de autor y propiedad intelectual, normativa de archivos públicos, protección de datos personales y privacidad, como también normativas que resguardan secretos de Estado y seguridad nacional, la mayor atención internacional se ha puesto en las llamadas “Leyes de Transparencia” o “Leyes de Acceso a la Información”. Dicho en jerga Twitter, estas leyes lideraron los trending topics de los últimos veinte años, del mismo modo que hoy son las “Políticas de Datos Abiertos” las llamadas a encabezar los rankings de difusión. La fiebre por adoptar políticas de transparencia se ha expandido con agresiva viralidad, y en muchos casos careciendo del adecuado razocinio que requiere la implementación de políticas públicas.
Christopher Hood apuntó a la expansión de estas políticas como una cuasi-religión, una verdadera expresión de fe que agrupa a feligreses tan diversos y a ratos incompatibles como ONGs, políticos, medios de comunicación, empresas, desarrolladores de software y organizaciones internacionales. Lo paradójico es constatar que aunque todos estos grupos promueven agendas similares (acceso a la información pública y datos abiertos), lo hacen por razones muy diversas. Mientras algunos auguran la positiva correlación entre transparencia y accountability, otros apuntan a la transparencia como motor de crecimiento económico, antídoto a la corrupción, catalizador de participación ciudadana, paracetamol del buen gobierno y desinfectante de democracias torcidas. Michael Power explica el fenómeno en su sentido más sociológico como la “explosión de la auditoría”, un comportamiento social moderno que demanda saber cada vez más, y no sólo respecto de la actividad del Estado, sino que todo; cuan seguro es el auto que manejamos, qué origen tiene la comida que consumimos, o cómo se gasta el dinero recaudado con mis impuestos. Esta psicológica ansiedad por saber, entre otras formas, se ha calmado con un creciente número de regulaciones y políticas que garantizan nuestro derecho a acceder y demandar mayores niveles de transparencia donde a ratos parecen confundirse las nociones de ciudadano y consumidor.
Así entonces, ¿Quien en su sano juicio podría oponerse públicamente a la transparencia? Es cierto, el diablo está en la letra chica, y como tal la divergencia sobre el valor que asignamos al principio de la transparencia aparece cuando su implementación colisiona con otros derechos o principios, tales como la privacidad, la propiedad, el orden y la seguridad. Así pues, aunque es en el terreno de la vida real donde está trabada la litis de la transparencia, a pocos parece importar qué es lo que está en juego cuando se discute el acceso a información contenida en los correos electrónicos de funcionarios públicos, o cuán gravitante es que la información pública conste en formatos abiertos y procesables por computador, o qué tan relevante puede ser la función que cumplen los órganos autónomos que supervigilan la implementación de las Leyes de Transparencia, ¿Que más da una nueva oficina en el eterno aparato burocrático?!!!
Aunque no son pocos los Gobiernos que han reducido el presupuesto a sus políticas de transparencia; han modificado la Ley de Transparencia para interpretarlas en sentidos más restrictivos, o bien creado figuras penales para sancionar las filtraciones de información desde el Estado (reacción al caso Wikileaks), nada de ello parece detener que sean cada vez más los países y gobiernos locales en adoptar leyes que en el papel garantizan el derecho de acceso a la información (países como Rusia, China e incluso Zimbabwe ya cuentan con Leyes de Transparencia), incluyendo en algunos casos la implementación tenue de las primeras políticas de ‘Open Data’.
En palabras simples, la “transparencia light” se vende como pan caliente. Es el producto de moda que viste a Gobiernos, empresarios, sociedad civil, medios y organizaciones internacionales. Como diría una publicidad de productos dietéticos, la transparencia nos hace “ver y sentirnos bien”. Son muchas las expectativas cifradas en la implementación de políticas de transparencia, y “no vaya a ser que nos defraude” o que el impacto real sea distinto al que perseguimos. El lugar común indica que buscamos transparencia para aumentar la confianza en el Estado, no para ponerla en jaque; transparencia para tranquilizar la inversión y datos para crear nuevos mercados de aplicaciones móviles, no para aumentar las brechas y la concentración del mercado en manos de pocos; queremos transparencia para frenar la corrupción, no para que las formas de burlar la fiscalización se reinventen; transparencia para participar y hacer democracias donde gobiernen las mayorías, no para anestesiar a esas mayorías con la aparente realidad de que en ellos reside la soberanía, cuando en realidad las riendas políticas y económicas siguen en manos de los mismos.
La expansión viral de las políticas de transparencia y las transversales expectativas puestas en su implementación, ha beneficiado a campeones de la transparencia de distintos rincones del mundo; académicos, líderes sociales y políticos que herederos de Chydenius y Bentham pregonaban las bondades de la luz solar como desinfectante de malos hábitos en la actividad pública, finalmente tuvieron su minuto de fama y captaron la atención del lector, de policy makers y de medios de comunicación.
Pero si hay un grupo que especialmente se ha beneficiado de la expansión viral de la transparencia, ese han sido las ONGs y demás proyectos que desde la sociedad civil promueven la libertad de expresión, el derecho de acceso a la información, y la apertura de datos. “Ahora tenemos su atención” señalaba un colega de ONG… “nos sentamos en la mesa, y aunque luego el Gobierno haga lo que les plazca, al menos nos deben escuchar”. Este inusual poderío cuenta con ejemplos notables en el mundo como la coordinación del grupo Oaxaca para lograr aprobar la Ley Mexicana de Acceso a la Información Pública del año 2002, o la más reciente configuración del Open Government Partnership (2011) como instancia internacional bipartita desde donde Gobiernos y Sociedad Civil darán seguimiento de manera conjunta (expectativa) a los “planes de acción de transparencia” suscritos por los Estados miembros.
Aunque son muchas las ONGs de transparencia que trabajan arduo para “parar la olla” (expresión Chilena que se refiere a tener lo suficiente para subsistir), no son pocas las que han aumentado su financiamiento en los últimos años. En especial cuando se trata de las llamadas ONGs Techis, que han visto en el uso innovador de las tecnologías de la información una forma potente de incidir, investigar, procesar información de modo masivo, y crear canales abiertos a la participación ciudadana a través de internet. ONGs como Ciudadano Inteligente (Latam), Sunlight Foundation (US) o MySociety (UK) se han beneficiado de la generosa filantropía de George Soros, Pierre Omidyar, Hewlett Foundation, o Google.org por solo nombrar a algunos, quienes han sido explícitos en señalar que el dinero no es regalado, sino que se trata de “inversión social” que debe generar rentabilidad social del mismo o mayor nivel que rentan sus inversiones privadas. Surge entonces la pregunta ¿Hay algún problema con estas inversiones sociales? La respuesta debiera ser no, si lo que se busca es obtener la esperada rentabilidad social. Dicho de otro modo, no existe problema cuando la filantropía persigue generar un positivo y genuino impacto social sobre el cual existe acuerdo y consenso con la ONG que recibe el financiamiento. El problema aparece cuando no se logra el impacto social buscado por las partes.
Es cierto que hay valor en la experimentación, en la prueba y error, de tal manera que invertir en proyectos donde el impacto es incierto, no es sólo positivo, sino crucial para abrir la innovación y salirnos del status quo conservador en busca de nuevas fronteras para el progreso. Pero toda experimentación diligente requiere también de método, observaciones y anotaciones que permitan al experimentador aprender de su propio proceso y afinar la puntería con el objetivo de confirmar o rechazar su hipótesis científica, analogía útil para referirnos al aprendizaje necesario para buscar y lograr el impacto social deseado.
Hasta ahora, a muchos en la Sociedad Civil se nos ha dejado experimentar, y en muchos casos además, se nos ha provisto de una adecuada infraestructura y recursos de laboratorio para practicar la técnica de la prueba y el error, sin más presión que la confianza depositada en hacer buen uso del financiamiento recibido, dentro de la genuina búsqueda por el anhelado impacto social. Lo mismo ocurre con miles de devotos de la transparencia ubicados en diversas reparticiones de Gobierno, oficinas sectoriales de organismos internacionales, y administradores de carteras de inversión para filantropía, que desde su respectiva posición también están apostando por la transparencia (deben defender que los recursos están bien invertidos), mientras esperan ansiosos donde caerá la bolita cuando la “ruleta del impacto” termine de girar. De la posición final donde su ubique la “pelotita del impacto” dependerá la suerte de mucho del esfuerzo desplegado y financiamiento invertido en promover mayor transparencia. Por ahora la ruleta sigue girando (por suerte). Queramos olvidarlo o no, la arena del reloj también sigue bajando, y el tiempo para practicar se acaba. Aunque no lo digan, muchos sospechan que la paciencia de la filantropía y del financiamiento público también puede acabarse, o caer más temprano que tarde el la tentación razonable de apoyar “la próxima” gran política pública, una donde existan mejores pronósticos de impacto.
Para quienes llevan tiempo navegando las aguas de la transparencia y han ganado experticia en conocer sus singulares corrientes, sabrán reconocer que aún cuando las políticas públicas pro transparencia continúan siendo populares (acceso a la información y datos abiertos) y transversalmente apoyadas por una coalición diversa en intereses, la excesiva popularidad de lo que más arriba llamamos “transparencia light” ha traído consigo más problemas que beneficios. Así es, esta cuasi-religión de la transparencia a la que hacía referencia Christopher Hood ha significado, entre otras consecuencias, un manoseado uso político de Gobiernos, parlamentarios y partidos políticos, que en búsqueda del rédito electoral de corto plazo, se han embarcado en implementar políticas de transparencia sin pensamiento ni raíz que de manera última han dañado la credibilidad ciudadana tanto en sectores de izquierda como de derecha.
Por una parte, la derecha critica las políticas de transparencia como iniciativas que generan ineficiencia o resultados sub-óptimos en la administración de asuntos públicos. Desde esta cosmovisión, mucha transparencia dificulta el proceso de toma de decisión, inhibiendo discusiones francas entre los administradores de política pública, bajo el supuesto que dichas conversaciones podrán ser luego conocidas y mal interpretadas. Asimismo, se presentan incompatibilidades entre la transparencia y la seguridad del Estado, como también existiría una amenaza latente al derecho de propiedad respecto al acceso, uso y re-uso de información que de manera directa o indirecta podría dañar derechos de propiedad intelectual, o bien afectar la protección de la esfera privada, aún cuando subsistan razones de interés público que potencialmente sobrepasen dicha protección. Aunque desde la izquierda también habrán sectores que coincidan con la derecha en este último punto, los principales dardos contra las políticas de transparencia apuntan a la utilización política que hacen de la transparencia quienes yacen en las posiciones de poder con el objetivo último de preservar dichas posiciones de privilegio. Desde varios sectores de izquierda se mira con razonable desconfianza y escepticismo las políticas de transparencia, por considerarse un potencial opio que adormece al pueblo con alucinaciones de democracia popular que son sólo aparentes. En este sentido, la información transparentada o posible de transparentar es sólo superficial, y no alcanzan a mover ni en un centímetro las dinámicas más perpetuas de la concentración del poder político y económico.
Podríamos decir pues, que para muchos de quienes estamos empujando por la consolidación de una política de transparencia sustantiva (y no light) y el rol que para ello cumplen las tecnologías de la información, nos debemos enfrentar no sólo al fuego adverso de quienes no creen en el principio de la transparencia (o bien lo consideran como un valor significativamente menor al de otros), sino también nos debemos enfrentar al fuego amigo de quienes coincidimos en la necesidad de profundizar nuestros sistemas de democracia, asegurando que los recursos y la gestión pública se administre de manera eficiente, pero por sobre todo, asegurarnos que la democracia sea un sistema de gobierno que represente a las mayorías y no a pequeñas minorías casi perpetuadas en posiciones artificiales de influencia política o económica.
En un partido de fútbol, la afición rechazará al jugador de mal rendimiento, en especial si se trata del delantero. Ese delantero podrá ser pifiado e insultado durante todo el partido, pero no importando cuanto fue vapuleado ni por cuanto tiempo, la crítica pasará al olvido si ese jugador logra convertir el gol. Dicho de otro modo, la crítica se diluirá si el jugador logra finalmente “impactar” del modo que se espera.
Demostrar el impacto que tienen las políticas de transparencia, como también demostrar el impacto que tienen las iniciativas de innovación tecnológica (o análogas) promovidas desde la Sociedad Civil, es sencillamente urgente. No con el ánimo de “tapar la boca de los críticos” en referencia al ejemplo del gol mencionado en el párrafo anterior, sino en atención a las materias de fondo que aquí están en juego; nuestra concepción de democracia representativa, rol del mercado como distribuidor de riquezas, y rol que nos compete a nosotros ciudadanos en la misión de fiscalizar el bueno gobierno, y participar desde la sociedad civil y desde el emprendimiento en la tarea de mejorar la provisión de servicios públicos.
Nuestras organizaciones deben asumir una actitud proclive al impacto radical. Los tiempos de pipetas y probetas se acabaron, urge enmendar el rumbo y afinar la puntería para impactar.
Es cierto, la forma como evaluemos nuestro impacto dependerá últimamente de cual haya sido nuestra hipótesis inicial. Como hemos dicho, la coalición de quienes promueven las políticas e iniciativas de transparencia es diversa en orígenes e intereses, razón por la que no nos debe extrañar que las hipótesis de impacto sean tan diversas como las razones que motivaron a unos u otros a promover una agenda de transparencia.
No es el propósito de estas líneas sugerir cual es la fórmula de impacto radical que corresponde a cada uno de los sectores que conforman la diversa coalición por la transparencia, ni siquiera abriga la expectativa de sugerir una formula común para quienes pertenecemos a las ONGs que promueven transparencia, ni para quienes además pertenecemos al reducido pero creciente subconjunto de ONGs que desarrollan tecnología para la transparencia. El propósito de estas líneas es colocarnos en alerta, despertar de la somnolencia que a ratos provoca nuestra poblada agenda de conferencias, y la comodidad que significa en muchos casos ser actores protagónicos de una política pública popular, parroquianos de una cuasi-religión.
Tengo clarísimo que las ideas compartidas más arriba no calzan para todos, y que son muchos los líderes y organizaciones que convencidos del valor ciudadano que tiene el principio de la transparencia y la participación, a diario arriesgan sus vidas y deben soportar las persistentes amenazas y riesgos que significan hacer incidencia en contextos de violencia, persecución a la libertad de expresión, crimen organizado y violación de derechos humanos. Aún más, es precisamente en razón del ejemplo que entregan estos líderes -conocidos y anónimos- de distintos rincones del mundo, que muchos de quienes contamos con el privilegio de ser apoyados para trabajar por la transparencia y la participación, debemos apurar el paso. No hay tiempo que perder. Nuestras hipótesis de cambio deben guiar el camino, y entre nuestras provisiones debemos incluir la experticia acumulada por nuestras organizaciones, junto a la amistad que hemos forjado en las distintas redes internacionales. Que sean éstas la base y garantía de una mayor acción colectiva.
Para no caer en la tentación del “cura Gatica” (quien predica, pero no práctica), propongo explicar la idea de impacto radical, en un sentido práctico, para el contexto de la Fundación Ciudadano Inteligente.
Según se puede constatar en http://www.ciudadanointeligente.org/quienes-somos/mision-y-vision/Ciudadano Inteligente persigue fortalecer la democracia y reducir la desigualdad de América Latina. La transparencia y la participación ciudadana no son el fin, sino los mecanismos por medio de los cuales la Fundación pretende alcanzar su misión, valiéndose asimismo de la tecnología de la información como estrategia práctica para promover transparencia y canalizar la participación ciudadana. La hipótesis subyacente a la misión sugiere que para fortalecer la democracia y reducir la desigualdad en la región, la Fundación debe ordenar sus esfuerzos a conseguir (por vía de transparencia y participación) trasladar el poder político y económico artificialmente concentrado en manos de pocos, hacia los muchos.
Dicho de manera simplificada, el impacto radical que persigue Ciudadano Inteligente consiste en: aumentar nuestro acceso cuantitativo y cualitativo a la información pública disponible, que dicha información tenga sentido para ser utilizado por ciudadanos individuales y organizados para promover sus propios intereses específicos, los que en su conjunto estarán disponibles al escrutinio público de la ciudadanía, quien en libertad y por mayoría se pronunciará sobre los intereses que conformarán la agenda de gobierno. Es en ese contexto que la democracia logra su máxima expresión, y donde por consecuencia se reducen los espacios para concentrar riqueza, toda vez que en interés de la mayoría mejoran los sistemas de distribución y oportunidad.
Bajado al nivel más pragmático, para lograr su impacto radical, Ciudadano Inteligente debe:
1. Aumentar el acceso cuantitativo y cualitativo de la información pública, y para ello:
2. Desarrollar instancias web que, a partir de la nueva información y tecnología disponible, canalicen la participación ciudadana en espacios hasta ahora concentrados en manos de pocos. (movilizar ciudadanos online con impacto offline) (crear acción colectiva), y para ello:
3. Denunciar y tomar acción contra la corrupción en todas sus formas, en especial las que amenazan la democracia como sistema de gobierno, y para ello:
4. Comprobar que podemos existir en el largo plazo, sin dejar abandonada nuestra incidencia, y para ello:
En resumidas cuentas, desde 1966 a esta parte las políticas de transparencia han visto un apogeo sostenido que a lo largo de los años ha conocido de distintos capítulos, que incluyen el reconocimiento jurídico del derecho de acceso a la información, iniciativas de datos abiertos, y políticas de apertura hacia la participación ciudadana en políticas públicas, que en algunos casos incluyen fomento a la innovación tecnológica para proveer servicios públicos y conducir labores de accountability más allá de las fronteras del Estado. Todo ello ha sido positivo, y representa un significativo avance en la consolidación del modelo de democracias representativas. Ahora bien, los genuinos y en algunos casos vertiginosos progresos, no se han producido sin costos. La sobre expectativa que existe sobre el desconocido y potencial impacto de las políticas de transparencia (nacidas de un diversa y a ratos incompatible coalición de orígenes e intereses), junto a la manipulación que han hecho de ella vastos sectores de la clase política en busca de rentas electorales de corto plazo, han resultado en la abundancia de transparencia light y la consecuente crítica de izquierdas y derechas, que empaña y dificulta la incidencia de quienes persiguen políticas de transparencia substantivas.
Aunque lo anterior es cierto, la popularidad que tienen hoy las iniciativas de transparencia es tal, que Gobiernos, empresas, organizaciones internacionales y filántropos continúan apoyando e invirtiendo en el desarrollo de iniciativas pro-transparencia, aún cuando escasea la evidencia empírica de cuál es el impacto social que genera la implementación de las iniciativas en cuestión. De estos recursos se han beneficiado, entre otros, organizaciones de la sociedad civil que promueven una agenda de transparencia, en particular si ello se persigue desde la innovación y desarrollo de tecnologías de la información para la transparencia.
Fundaciones como Ciudadano Inteligente han sido apoyadas para innovar, practicar e implementar estrategias de fortalecimiento a la transparencia por vía del desarrollo y uso de tecnologías web. Este apoyo además de generoso, ha sido lo suficientemente flexible para crecer y descubrir las más idóneas formas de impacto. Subsiste eso sí en el ambiente, el peligro de un efecto placebo, que al compás de conferencias, menciones en medios de comunicación y el encandilamiento que genera el desarrollo de herramientas tecnológicas, puede dañar de manera mortal quizás no la subsistencia de las organizaciones que promueven transparencia, pero sí la posibilidad de alcanzar la misión que hemos juramentado alcanzar.
Motivados y conmovidos con el ejemplo que a diario entregan cientos de ciudadanos que arriesgan su integridad por perseguir la transparencia y libertad de expresión en contextos de violencia y persecución, tenemos la obligación de escapar del letargo, apurar el paso, y demostrar con impactos medibles que los cambios sociales que perseguimos son efectivamente alcanzables con transparencia, y la participación colectiva de la ciudadanía.
Nuestras organizaciones deben perseguir un impacto radical que de no alcanzarse debiera cuestionarnos con total franqueza si estamos en esto por el cambio social, o por suscribir a lo que Hood calificó como una cuasi-religión. Las ONGs debemos lograr el difícil equilibrio entre la fe, confianza, o intuición sobre lo que hacemos, y la adecuada dosis de escepticismo que nos debe guiar en pensamiento crítico a evaluar lo realizado y enmendar el camino.
Amo Ciudadano Inteligente y amo su comunidad. Me conmuevo con nuestros pequeños éxitos y me frustro con nuestros fracasos, pero por más grande que sea el cariño, debemos exigirnos perseguir un impacto radical. De no lograrse tenemos la responsabilidad de buscar otras formas de proteger la democracia y reducir desigualdad. Lo que está en juego es demasiado grande cómo para obsesionares con fórmulas que no logran impactar.
Parafraseando a Descartes, debemos primero “ser”, luego “existir”. Procuremos entre todos perseguir un impacto radical. Ciudadano Inteligente debe demostrar que es causa necesaria (no suficiente) de que en América Latina exista mayor acceso a información pública (cuantitativa y cualitativa) y participación real/ medible de ciudadanos en las funciones de fiscalización, co-creación de servicios públicos, y control de corrupción en sus distintas formas, para asegurar que la democracia sea un sistema donde gobiernan las mayorías, no las minorías parasitarias que por demasiado tiempo han usado su influencia política y económica para preservar sus posiciones de privilegio. Debemos también probar que las tecnologías de la información juegan en esto un rol fundamental, y que armados con ellas podemos dar la pelea por esa sociedad justa que nos quita el sueño y agranda el corazón. Si no lo logramos debemos ser los primeros en cambiar el plan y buscar por otro camino, total, el hambre de justicia no cambia, solo se transforma.
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