“Si la información y el conocimiento son centrales para la democracia, son condiciones para el desarrollo”. Kofi Annan
Durante el período comprendido entre los días 6 y 12 de junio del corriente año, tuve la oportunidad de viajar a la República de Chile, en virtud de haber sido consagrado ganador del concurso sobre acceso a la información pública que organizaran la Asociación por los Derechos Civiles (A.D.C.) y la Universidad de Palermo, casa de estudio de la cual soy alumno de posgrado actualmente.
La República de Chile es uno de los países de Latinoamérica que, entre varios de la región como ser los casos de México y Uruguay, cuenta con una ley de transparencia y acceso a la información pública (ley 20.285), la cual entró en vigencia en el año 2009. Esta ha sido una de las reformas más profundas que se han generado en la agenda de probidad y transparencia del gobierno de Michelle Bachelet y, sin dudas, marcó un punto de inflexión en la vida política de ese país, en tanto introdujo modificaciones en el diseño institucional que han conllevado a la conformación de un estado más accesible para los ciudadanos y, por ende, de mayor raigambre democrática.
En este sentido, la ley de transparencia ha establecido un bloque de información mínimo que todos los órganos del estado deben exponer al público en forma obligatoria y proactiva a través de sus sitios web; ésto se denomina transparencia activa. Luego, ha delineado un procedimiento mediante el cual todos los ciudadanos pueden solicitar información a dichos órganos, sin cumplir con formalidad alguna, ni justificar su pretensión, lo cual se ha llamado transparencia pasiva.
Por otra parte, se ha incorporado a nivel constitucional el principio de publicidad de los actos de la Administración, conforme el cual toda aquella información que se encuentra en poder del estado se presume pública, y su reserva sólo puede ser invocada cuando se presenten determinados presupuestos fijados por ley (seguridad nacional, afectación de las tareas del organismo, etc.), recayendo en el órgano requerido la obligación de acreditar en forma fehaciente tal extremo.
Asimismo, en el marco de la ley de transparencia, se ha creado un organismo de control y fiscalización denominado Consejo para la Transparencia –www.consejotransparencia.cl-, que funciona como autoridad de aplicación ante los reclamos que se generen en torno a dicha temática; es importante remarcar el reconocimiento positivo que dicho consejo posee por parte de los usuarios de la ley, en tanto sus integrantes cuentan con una reconocida independencia del poder político central.
Como parte de la agenda que transité en mi estadía en Chile, tuve la posibilidad de entrevistarme con los principales integrantes de este organismo, como así también de presenciar audiencias orales y públicas en las cuales se expusieron casos de amparo al acceso a la información; y asimismo participé de una reunión interna donde pude observar el modo en que se debaten y resuelven los casos llevados a su conocimiento. Esta interacción directa me he permitido advertir el rol fundamental que el Consejo ha desempeñado en la aplicación de la ley de transparencia.
Por otra parte, he notado la importancia que han tenido en este proceso las organizaciones no gubernamentales, quienes sin duda se han transformado en actores de vital importancia a la hora de impulsar y fiscalizar las políticas de transparencia estatal. Con este norte, me entrevisté con los directores de las fundaciones Ciudadano Inteligente y Pro acceso, las cuales, desde ópticas distintas, realizan actividades y proyectos en pos de profundizar el acceso a la información que se encuentra en poder del Estado y lograr transformarse en un canal de comunicación entre ésta y los ciudadanos.
A partir de este panorama, debo resaltar la apertura que he observado en el vecino país en torno a la información pública, esencialmente a partir de la entrada en vigencia de la ley de acceso a la información; como así también el modo positivo en que se fomenta la cultura de la transparencia respecto de los organismos y funcionarios públicos, en contraposición con el secretismo que reinó en épocas anteriores.
Como corolario, entiendo importante remarcar que la libertad de expresión es un derecho fundamental sobre el cual se debe cimentar una sociedad democrática y, con este norte, la posibilidad de acceder a la información que se encuentra en poder del Estado juega, sin lugar a dudas, un rol fundamental en su desarrollo.
Esto nos muestra de manera evidente la importancia de contar en nuestro país con un texto legislativo específico que reglamente el ejercicio de tal derecho, pues será una herramienta fundamental a fin de lograr la conformación de un sistema estatal que se ajuste a los estándares de transparencia exigidos a nivel internacional y, de esta forma, procurar una mayor participación de los ciudadanos en las decisiones estatales, a través del control de los actos de sus representantes. La implementación de prácticas sobre transparencia es un imperativo de las sociedades democráticas, las cuales en forma cada vez más creciente exigen a los funcionarios públicos que las administran que rindan cuentas sobre sus gestiones, para lo cual necesariamente deben encontrarse adecuadamente informadas.
No se puede negar que aquellas decisiones que sean adoptadas en las sombras, generarán en los ciudadanos un alto grado de desconfianza y, como consecuencia, un paulatino deterioro institucional, mientras que aquéllas que sean transparentes y permitan ser sometidas al escrutinio público, no sólo implicarán un mejoramiento en las prácticas de los organismos públicos, sino que producirán un afianzamiento de los mismos y, como resultado de ello, una profundización de nuestro sistema democrático.
El descontento generalizado con la clase política es un lugar común: según la última encuesta Adimark, el Senado tiene un 60% de desaprobación, la Cámara de Diputados un 64%, la Concertación un 71% y la Alianza un 66%. El 70% desaprueba la labor del Gobierno, y un 68% la labor del Presidente: la ciudadanía no está satisfecha con la forma en que se están haciendo las cosas, pero tampoco parece estar haciendo mucho más que quejarse al respecto.
¿Estamos decepcionados de la política y de la democracia? Podríamos decir que sí, pero tanto las demandas de los movimientos sociales por más espacios de participación y democratización, como la adhesión ciudadana que éstos han tenido, nos pueden hacer creer que no, lo que evidentemente es esperanzador.
¿Una nueva ciudadanía? La ciudadanía se realiza en el ejercicio de derechos y en el cumplimiento de deberes. Implica reconocernos como integrantes de una misma comunidad política y, también, adquirir la conciencia de autodeterminación, es decir, que podemos decidir la forma en la que queremos vivir. Pero ello exige que la ciudadanía participe y que exista una institucionalidad que la legitime y sea depositaria de esa participación: en ambos Chile está en deuda.
Está en deuda porque no ha podido generar una institucionalidad plural que incorpore las lógicas del conflicto social, no pudiendo tener un espacio de consenso amplio y representativo. Hasta el momento, una de las propuestas desde la institucionalidad es la inscripción automática y el voto voluntario como mecanismo para fomentar la participación política, una participación que hoy se refleja en las calles y redes sociales, pero no en las urnas. Dicho proyecto de Ley ingresó al Congreso el 1 de diciembre de 2010, y aunque se le puso suma urgencia por el Ejecutivo, éste aún se encuentra en primer trámite constitucional. En el fondo, el proyecto apuesta a que la voluntariedad del voto hará que las propuestas políticas sean más atractivas y, por tanto, se acerquen a las sensibilidades de la ciudadanía.
Ahora bien, así como la institucionalidad está en deuda, sobre la ciudadanía también recaen responsabilidades, y muchas. Como espejo del descontento generalizado, se ha ido acentuando una baja en la participación política: Para las elecciones de 1992 el 88% de la población en edad de votar estaba inscrita en el registro electoral, mientras que en el 2009 esta cifra alcanzó sólo el 68%. Existen más de 5 millones de chilenos que, pudiendo hacerlo, no están votando (sumando los no inscritos y los inscritos que no votaron en la última elección). Y para los jóvenes las cifras de participación son todavía peores, siendo los que hoy están movilizados buscando ser escuchados: si en 1992 el 79% de los jóvenes estaba inscrito en el registro electoral, para el 2009 esta cifra alcanzaba sólo el 23%. ¿Cuánto representa la participación de los jóvenes en el padrón electoral? En 1992 un 30%, el 2009 apenas el 9%.
¿La inscripción automática y el voto voluntario son el mecanismo para revertir esta tendencia? No si los casi 12 millones de chilenos que podríamos votar considera que la política no resuelve sus problemas. Sin embargo, mantenernos al margen del sistema eleccionario no hace más que reforzar la mediocridad de los políticos a los que tanto criticamos desde el costado.
El aumento de la participación política será una consecuencia del definitivo arraigo de una cultura política por parte de la ciudadanía, pues desde ahí será posible presionar para abrir los espacios de participación en las instituciones. Para que esto se logre, y mientras el proyecto se siga discutiendo en el Congreso por probablemente mucho tiempo más, la ciudadanía debe reconquistar la política para sí misma, volver a querer y creer en cambios, y apropiarse de los temas públicos. Para ello, el punto de partida es la base de la participación democrática: el voto, voluntario u obligatorio, automático o después de un trámite, en línea o presencial, da lo mismo. Lo importante es que la desaprobación no se quede en las calles sino que promueva cambios, y haga que nos pasemos a Chile por la urna. Las inscripciones para hacerlo están abiertas hasta el 31 de diciembre: #chilemelopasoporlaurna
Publicación original The Clinic
Estas últimas semanas hemos sido testigos de un monumental movimiento ciudadano tras una demanda que lleva en el debate público, sin tener avances significativos: educación de calidad, pública y para todos. Profesores, padres, jóvenes de la educación básica, media y superior reclaman por una educación entendida como un bien público.
Existe un consenso relativamente generalizado respecto a que el problema de fondo de todo el sistema educativo chileno es la falta de calidad, la enorme segregación que existe en ella -ricos educados entre ricos y pobres entre pobres – yel negocio de la educación. Tres factores que se observan por no contar con una legislación adecuada que exija tanto a los actores públicos como a los privados del sistema, a los llamados tradicionales y no tradicionales, estándares de educación apropiados para un país que pretende alcanzar niveles de desarrollo.
Estándares de educación de calidad regularían la apertura de establecimientos educacionales de nivel básico y medio cuando estos no cumplieran con ciertos mínimos. En el caso de la educación superior, las universidades sólo debiesen poder impartir carreras cuando cumplan con ciertos estándares y acceder a aportes del Estado únicamente cuando demuestren requisitos de calidad y también de inclusión social.
Así, los parámetros de medición no sólo consistirían en la calidad a través de puntajes mínimos de ingreso por carrera, número de profesores de planta y cantidad de investigaciones, sino también el porcentaje de personas provenientes de establecimientos municipales o particulares subvencionados de condiciones socioeconómicas desfavorecidas.
Por otra parte, Chile tiene una gran segregación social, donde la educación es sólo un reflejo de la sociedad que hemos construido, con sectores pobres al borde de los límites urbanos, con malos accesos y malos servicios. En consecuencia, incluir en la evaluación de las universidades factores de integración social, resulta crucial para mejorar el capital cultural de las personas más vulnerables de nuestra sociedad, lo que permitirá que estas puedan relacionarse con otras de distintos sectores y formar redes de apoyo mutuo.
Por ultimo, nuestra legislación llena de libertades, pero con muy pocos deberes, ha permitido la proliferación de establecimientos educacionales de mala calidad, sobre todo en el ámbito universitario. Por tanto, mas allá de la discusión acerca de la municipalización o si es el Estado o los privados quienes deben administrar los establecimientos, un paso importante para avanzar en la materia sería contar con una buena legislación protectora de la calidad junto con organismos fiscalizadores, con potestades reales. .
Sin embargo, hay una mala noticia… ¿cómo podemos hacerlo con la Constitución Política que tenemos actualmente en Chile? Hoy nuestra Constitución no otorga el derecho a la educación como lo entendería cualquier ciudadano; en realidad lo que otorga a cualquier persona es el derecho a poder abrir un establecimiento educacional, la libertad de los padres de elegir el establecimiento de sus hijos y, para los establecimientos, la libertad de enseñanza y la obligatoriedad de la enseñanza preescolar, básica y media.
Nunca se menciona la calidad de la educación. Los únicos parámetros para impartir educación, tal como señala nuestra Constitución política, es “la libertad de enseñanza [que] no tiene otras limitaciones que las impuestas por la moral, las buenas costumbres, el orden público y la seguridad nacional”.
Algunos podrán decir que la falta de parámetros de calidad es inmoral y que el negociado de algunos establecimientos de educación superior también lo es. Lamentablemente, ese argumento no nos llevará hacia una mejor educación. Hoy la libertad económica que permite abrir establecimientos de mala calidad prima por sobre el estándar de calidad. Es por esta razón, que necesitamos una nueva Constitución que establezca derechos y deberes efectivos para todos los ciudadanos.
Publicación original de El Dinamo