Por Francisco Luco,
Según la información publicada hace unos días por El Mostrador, la Segpres ha dado un nuevo paso en su ferviente anhelo por evitar la difusión de correos electrónicos institucionales –en particular los del ministro Larroulet–, recurriendo, tras rechazar la solicitud formulada por el Consejo para la Transparencia y acudir a la Corte de Apelaciones, nada menos que al Tribunal Constitucional para que acoja un recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad.
El precepto contra el que se dirige la acción es el inciso segundo del artículo 5º de la Ley de Transparencia, que señala: “es pública la información elaborada con presupuesto público y toda otra información que obre en poder de los órganos de la Administración, cualquiera sea su formato, soporte, fecha de creación, origen, clasificación o procesamiento” (para estos efectos, lo relevante radica obviamente en las conceptos de “formato” y “soporte”).
Cabe hacer presente en todo caso que este recurso no es el primero en su tipo. Pendiente igualmente se encuentra la acción interpuesta por el subsecretario Rodrigo Ubilla, que busca declarar la inaplicabilidad de la citada norma al caso de sus propios correos electrónicos y un requerimiento de información similar que también le fuera formulado a su correspondiente órgano.
No obstante lo anterior, lo peligroso del asunto radica en los efectos perniciosos que podrían producirse –y que probablemente las autoridades de gobierno esperan que se produzcan– más allá del caso específico de los alrededor de 350 correos electrónicos del ministro Larroulet, o de cualquier otro evento en particular. Porque si hay algo que enseña nuestra reciente historia jurisdiccional es que, donde hay espacio para acoger una acción de inaplicabilidad, también hay cabida para una definitiva declaración de inconstitucionalidad.
Comprendido lo anterior, en el sentido de que de la inaplicabilidad de una norma a un caso en concreto a su derogación definitiva por ser contraria a la Constitución hay un solo paso, cuesta asumir con benevolencia el verdadero fracaso en la función pública del que el Gobierno hace gala en esta materia, sacrificando un lineamiento político completo a nivel institucional que ha venido cimentándose en los últimos años en aras de la transparencia y de lo que los estándares de una democracia moderna exigen, para evitar, a cambio, una contingencia política particular y minúscula (que por lo demás despierta serias sospechas, como si conociéndose el contenido de los correos en cuestión pudiera aparecer algo que reemplace el carácter de contingencia minúscula por el de apocalíptica).
Interesantemente, y según especulaciones vertidas por El Mostrador en el ya citado artículo, las pretensiones del Ejecutivo pasarían, en realidad, por dar pie a una reforma legal que, más que despojar del carácter de público a una diversidad de soportes más allá de la documentación escrita, introduzca nuevos requisitos y procedimientos para poder acceder a tal información y declarar la publicidad de la misma.
Correos públicos vs. correos privados
Personalmente no discrepo de la posición a la que pretendería arribar el Ejecutivo. Si bien la transparencia en la Administración es una corriente universal que sólo parece ir en ascendencia (viéndose maximizada además por el trabajo de agrupaciones internacionales que operan prácticamente en la clandestinidad), no parece aconsejable que cualquier correo electrónico institucional sea puesto a disposición de todos sin mayores exigencias.
Es cierto que los ministros desempeñan una función pública, y que los servicios de correo por ellos usados revisten un carácter institucional. Por lo mismo podría pensarse, en una primera aproximación, que todo cuanto sea recibido en sus casillas electrónicas y todo cuanto sea enviado desde las mismas debe ser de libre acceso.
Sin embargo, debe tenerse presente que detrás del trabajo ministerial –o el de muchas otras autoridades políticas– existe una labor que va más allá de la, digamos, meramente “institucional” o “técnica” (a modo de ejemplo, pensemos en correos electrónicos sobre políticas de educación o energía remitidos de un órgano del Estado a otro). No puede perderse de vista, por la propia naturaleza de estos cargos, la faceta eminentemente política de quienes los ejercen; y es allí donde al menos ya debieran surgir dudas sobre la conveniencia de conocer el contenido de, por ejemplo, ciertas “negociaciones” que pudieran realizarse con algunos parlamentarios.
Es así como se va creando una zona difusa y gris en que las distinciones no parecen ya tan sencillas, como cuando uno trabaja en el sector privado y sabe que los correos para la esposa deben escribirse desde la cuenta personal y los estados financieros desde la cuenta del trabajo. Porque manejar el lobby y realizar muchas otras actividades que –sin incorporarse a las causales de secreto que la propia Ley de Transparencia incorpora– también demandan una cuota de privacidad, es parte del trabajo político que un Ministro de Estado debe hacer, de modo que tampoco parecería aconsejable pedirles, valiéndonos del ejemplo anterior, que utilicen su cuenta personal para tratar dichos asuntos.
De la publicidad de los correos electrónicos al papel
Con todo, y más allá de lo que pueda opinarse respecto a lo aceptable o no de la primera resolución dictada por el Consejo para la Transparencia, no debe perderse de vista lo que ya he descrito como eventuales efectos perniciosos para el estado de la transparencia en nuestra Administración.
Supongamos por un momento que tanto el requerimiento del subsecretario como el de la Segpres fueran acogidos por el TC, declarándose en ambos casos la inaplicabilidad del ya citado inciso segundo del artículo 5º de la Ley de Transparencia. Supongamos, además, que en algún momento el TC acaba declarando la inconstitucionalidad de dicha norma, tras estos dos casos emblemáticos y otros que puedan venir a futuro y en los que el Ejecutivo con toda probabilidad jugará la misma carta, en lo que parece ser una nueva política sistematizada. ¿Sería éste un escenario favorable para el país, aun para efectos de promover una reforma legislativa que modifique los estándares de transparencia tratándose de otros soportes, como el correo electrónico?
Desde luego que no. Con independencia de lo loables –o al menos legítimas– que puedan parecer las intenciones de reforma, lo cierto es que desnudar el principio de transparencia y quitarle el piso en materia de soporte electrónico implicaría un retroceso tremendo para el país; uno que nos dejaría en un vergonzoso pie como en el que estuvimos hace algunos años, cuando nos encontrábamos con casos como el de unos desarrolladores independientes de aplicaciones móviles, cuyo acceso a una base de datos pública del Transantiago fue bloqueado con la venia del ministro de Transportes de la época, bajo una lógica similar a la que se pretende que opere ahora.
Tampoco puede omitirse algo que hasta cierto punto parece obvio: estos supuestos intereses reales del Ejecutivo deben enfrentar el proceso de toda iniciativa legal, y por ende se verán sujetos a toda una seguidilla de trabas políticas que impliquen discusiones parlamentarias, discusiones extraparlamentarias (u obstáculos artificiales y “declaraciones para la galería”) y, en fin, una eventual dilación de dicho proceso.
Por lo anterior recalco que, mientras no exista un proyecto de reforma concreto y ya aprobado, no parece en absoluto aconsejable debilitar el principio de Transparencia que nuestra propia Constitución consagra, intentando derribar a punta de recursos de inaplicabilidad el precepto que reconoce la publicidad de toda información que obre en poder de los órganos de la Administración, con independencia de su soporte. Que el Ejecutivo obre de esta manera sólo implicará que Chile vuelva a una era oscura, donde reinaba el absurdo y anacrónico entendido de que la información pública es el papel que se encuentra sobre el escritorio de un funcionario burocrático y poco más.
Por Francisco Luco.
La anterior fue semana de encuestas, un verdadero festín mediático con una serie de ritos característicos a los que ciertamente ya estamos acostumbrados, y entre los que pueden contarse entrevistas a directores de centros de estudio sobreanalizando cualquier cosa, sociólogos haciendo juicios políticos livianos como los de ningún otro profesional, y vocero de gobierno intentando mantener la compostura y demostrar una calma zen que —pretenden hacernos creer— supuestamente se cierne sobre todos los funcionarios de La Moneda, como si realmente tuvieran mil y una mayores preocupaciones antes que comentar los resultados de una encuesta.
Pero la verdad es que en un palacio de gobierno efectivamente existen —creo yo— mayores preocupaciones que los resultados de una CEP o una Adimark, aunque los hechos pudieren demostrar otra cosa. Porque si hay algo en lo que no podemos dejar de convenir es que durante los últimos años las encuestas han alcanzado un grado de importancia insano y casi patológico. ¿Lo peor? Siempre es el propio gobierno de turno uno de los principales impulsores a la hora de darles a estas preguntas y sus dígitos correlativos más mérito del que realmente revisten.
Ahora bien, desde luego los propios candidatos, ministros y Presidente no son los únicos actores de esta función. Un rol tanto o más relevante lo cumplen, desde luego, los encuestados, quienes deben evaluar con un tajante sí o un lapidario no —como si en la vida no existieran matices— el trabajo de los antes aludidos. ¿En base a qué criterio? Vaya a saber usted.
Sería interesante, por ejemplo, preguntarle a los encuestados, después de que hubieren respondido si acaso aprueban o desaprueban la gestión del Presidente, por qué razón afirman una cosa o la otra. Para ponerlo en términos pedagógicos, hago una especie de alusión a esa clásica pregunta de prueba escrita, acompañada al final de un no menos típico «fundamente».
El problema radica —me aventuro a pensar— en que en la mayoría de las ocasiones no hay mucho que fundamentar.
Dicen que las emociones rigen el mundo, empero, ello no significa que deba suprimirse todo atisbo de racionalidad de lo que decimos, hacemos y pensamos a diario, máxime cuando se trata del arte de gobernar. Así, creo con toda confianza que cuando un encuestado, un ciudadano cualquiera como usted o yo, con un mayor o menor grado de conocimiento, “desaprueba” la gestión del Presidente —más allá de que ésta efectivamente sea o no cuestionable—, sólo se está dejando influenciar por la labor de los medios de comunicación, quienes suelen ser realmente los que en la práctica modelan aquel difuso y cuestionable ente llamado “opinión pública”.
Soy un convencido de que cuando una persona desaprueba la gestión del Presidente, se está limitando a reducir una entera gestión política —con sus aciertos y errores, pero llena de matices y complejidades— a criterios absurdos pero inconscientes, como si lo ha visto últimamente en matinales, si ha emitido últimamente un chiste de mal gusto o si —aquí estriba el factor más poderoso— ha sido blanco de ataques o críticas políticas recientes.
Y qué poco importa realizar una mínima operación intelectual, por cierto, para diagnosticar la justicia o rigurosidad detrás de frases muchas veces diseñadas para la galería, que no atañen al fondo de los problemas políticos, sociales y económicos que pudieran aquejarnos como país. En cambio, resulta más fácil quedarse con el comentario vacuo del diputado de oposición, o a veces con el del compañero de oficina que pretende saber más de política que el resto.
Insistiendo en lo errático de las encuestas de opinión, y sin ir más lejos, el propio Eugenio Tironi ha señalado, incluso, que existen estudios que indican que las poblaciones tienden a ser más duras en la evaluación de sus mandatarios en períodos invernales, como si el frío actuara de forma subconsciente y moldeara el temple y las opiniones políticas de los ciudadanos sin que estos se den cuenta.
Y ya que estamos en lo determinante que pueden llegar a ser factores completamente exógenos y aparentemente irrelevantes, qué decir de la actuación de los mismos candidatos presidenciales en tiempos de campaña (períodos en que las acciones de los centros de estudio suben como la espuma, y la realización de encuestas políticas se transforma en una nueva fiebre del oro). Porque a veces basta haber visto a alguien dando conferencias de prensa en el momento preciso, bailando cueca o subiéndose a un tanque para que la ciudadanía adquiera una impresión positiva de ellos y les dé un voto favorable a la hora de responder una encuesta.
Pareciera, entonces, que un estudio de opinión en la práctica se ve más influenciado por vaivenes aleatorios de cualquier tipo antes que por un mínimamente riguroso e informado análisis o juicio político. De otra manera, no podría explicarse cómo —ya volviendo al presente— se mantienen bajas las cifras de aprobación que atienden a áreas en que al país —y por extensión al Presidente—, objetivamente, le va bien.
Si no parece verosímil lo dicho hasta ahora, basta tomar cualquier encuesta relativamente prestigiada y comenzar a desmenuzar sus números, para que comiencen a aparecer las contradicciones de quienes responden afirmando primero tal cosa, pero después, con una respuesta inocente y bienintencionada (o desinformada) socavan lo dicho anteriormente.
¿Acaso no es obvio? Las encuestas no son pruebas escritas como las de la universidad o el colegio, donde con relativa certeza puede comprobarse el grado de conocimiento sobre una determinada materia, asignándose una calificación en atención a si se ha cumplido o no con estándares objetivos y predeterminados. A diferencia de este tipo de exámenes, una encuesta como las de Adimark o CEP parecieran estar más cerca de un juicio de valor modelado por sensaciones vacuas y, en ocasiones, carentes de fundamento técnico alguno.
Entonces, la gran duda que queda dando vuelta es: si esto resulta archisabido, ¿por qué ignorarlo? Y es aquí cuando me pregunto si la llamada clase política opera de buena fe, dejándose atrapar por la vorágine de los números y de la instantaneidad moderna con cierta torpeza e ingenuidad, o si se trata de un consenso malévolo del que oficialismo y oposición han sido actores por mucho tiempo, donde el acuerdo tácito consistiría en jugar las reglas del juego y dejarse regir por números insignificantes atribuidos por gente no más importante.
No quiero dejar de aclarar, en todo caso, que mi intención no es decir que los resultados de la encuesta CEP de la semana pasada se deben a que se cambió a la hora de invierno, o realizar una alegoría a la actual gestión presidencial, ya que si bien es cierto que mi diagnóstico de ésta sea probablemente un poco más condescendiente que el de la mayoría, lo dicho hasta acá puede aplicarse en realidad a cualquier mandato presidencial anterior, y cualquiera sea el venidero. Después de todo, el fenómeno de las encuestas y sus simpáticas externalidades no es nuevo, ni privativo de una coalición política, ni tampoco limitado a los tiempos en que los números no remontan.
Mi intención pasa, en cambio, por deslegitimar en un grado más general a las encuestas como indicativos fiables de que una gestión va bien o no, y por destacar que los países no crecen al son de las cifras de popularidad.
A veces siento que esto es como si se tratara de un reality show, y no mucho más que eso. Por ello es que añoro el día en que conformemos una ciudadanía lo suficientemente informada como para leer entre líneas, darse cuenta de lo que sucede día a día en la política, y de que lo determinante no es si el candidato de turno aumenta, disminuye o mantiene su “capital político”. Hasta entonces, que la función continúe. Y usted, disfrute.
Por Francisco Luco.
Decir que Chile es un país que cambió, con ciudadanos hoy más “empoderados“, es un lugar común. Y de los favoritos en el vocablo de los políticos que pretenden vender el fiasco de la renovación.
Algunos más osados, como Tironi, aseveran que todo tiene su génesis en el mandato de la ex Presidente Bachelet; que fue ella quien instauró en el país un liderazgo “distinto”, más “horizontal”, más “maternal” y merecedor de toda clase de rasgos y apelativos siúticos de esos que fascinan a sociólogos, columnistas u opinólogos en general.
Sin embargo, no tantos se han esmerado en tratar de desentrañar a qué hacen alusión estas manoseadas frases clichés, que como otras tantas que se han instalado en la política nacional en distintos períodos –recuérdese la prostitución del vocablo “progresismo” durante la última presidencial–, parecen tener más de floritura retórica que de contenido.
Podría aseverarse que el que hoy los ciudadanos de Chile se encuentren más “empoderados” equivale a que sean más conscientes en la exigencia de sus derechos, y probablemente pocos se opondrían. Lamentablemente, si entendiésemos que efectivamente ocurre así, no parece saludable que tal cambio social tenga asidero si se lleva a la práctica de forma extrema, máxime si consideramos la existencia de esa clásica cultura, tan asentada en nuestra idiosincrasia, de exigir muchos derechos, pero cumplir pocos deberes.
Esto ha llegado en pleno 2012 a límites absurdos. Donde existe una colectividad –llámese ciclistas, homosexuales, heterosexuales, cuidadores de mascotas, pescadores, conductores, cocineros o meseros–, existe una causa que merece ser luchada (intereses privados, legítimos, pero aún circunscritos a un reducido grupo de la población). Donde existe una causa que merece ser luchada, hay un grupo de ciudadanos aguerridos dispuestos a exigir a la autoridad. Y donde hay un grupo de ciudadanos exigentes, supuestamente “empoderados” y conscientes de sus derechos, existe la enorme posibilidad de que se incurra en el ya clásico recurso de salir con todo a la calle, y de ahí para adelante que sea lo que Dios quiera.
Por supuesto que no siempre resulta especialmente alarmante esto último. El más novedoso de los paros es el declarado hace algunos días por un grupo de trabajadores del Censo 2012. Y más allá de la legitimidad o inexistencia de ésta en el movimiento, no parece sensato prever que se tratará de uno que podría alcanzar ribetes insospechados y poner a La Moneda de cabeza, como sí lo han hecho tantos otros en los últimos dos años.
El problema aparece, en cambio, cuando se trata de grupos que, precisamente, sí pueden llegar a conseguir un gran arrastre, al punto de poner en entredicho la institucionalidad del país y, peor aún, su estabilidad sociopolítica, como fue el caso de Aysén y las llamadas marchas estudiantiles.
Desde luego, podrá alegarse desde el fondo del movimiento de turno la legitimidad de sus demandas y la obligación del Estado por satisfacerlas, ya que el objetivo de este último es propender al bien común. Sin embargo, suele olvidarse muchas veces que así como cada grupo de interés privado cuenta con una serie de exigencias legítimas, hay cientos de otros grupos al lado haciendo fila para conseguir su propio proyecto de ley o aumento de lucas. Así, prima una cultura del egoísmo y egocentrismo que desnuda, más que un auténtico “empoderamiento” en la sociedad civil chilena –que tampoco es tal puesto que implica responsabilidades–, un deseo de llegar hasta las últimas consecuencias, por complejas que aparezcan, sin que importe demasiado resto.
Y qué importante es ese resto, por cierto. Podríamos hablar aquí de orden público, para que nos entendamos, pero probablemente a muchos el concepto les traiga aparejados viejos y malos recuerdos. Sin embargo, es necesario hacer notar que no se trata de defender estandartes de la vieja guardia ni ideas supuestamente autoritarias que pretenden sublimar valores cuestionables del republicanismo por sobre otros más democráticos y socialmente aceptados.
El orden público no es otra cosa que un cierto estado de paz social que posibilite el normal desenvolvimiento de la comunidad; que un oficinista pueda llegar a su trabajo sin necesidad de esquivar barricadas; que familias puedan salir a pasear un fin de semana sin temer encontrarse con piedras o desórdenes de otro tipo.
También podría alegarse eventualmente que quien suscribe confunde la legitimidad de las marchas autorizadas como manifestación de la voluntad social, con los desmanes de encapuchados que nada tienen que ver con los protestantes que anhelan ser escuchados. Sin embargo, resulta imposible convocar a esta clase de manifestaciones sin prever que los resultados acabarán siendo los mismos de siempre; los mismos que la historia reciente se ha encargado de reafirmar una y otra vez. Crear una barrera entre ambos fenómenos, con el pretensioso deseo de disociar una cosa y la otra, parece artificioso y autocomplaciente.
Junto con el orden público, suele arriesgarse también una cosa no menos importante, que es la legitimidad de nuestra institucionalidad. En efecto, en la medida en que cualquier demanda comienza a ser canalizada a través de gritos y marchas, se va creando una situación de inestabilidad social en que pareciera que no hay nadie capaz de representarnos, en que las autoridades no cuentan con legitimidad para actuar y en que el margen de acción de las instituciones es casi inexistente, porque sencillamente todo parece muy burocrático y engorroso y ya nada resulta tan expedito y efectivo como cortar un par de caminos, llamar a la prensa y “emplazar” (otro término trillado y de significado equívoco) a las autoridades.
En resumen, este falso “empoderamiento” sólo ha contribuido a que ante cualquier seña de descontento o problemática nos valgamos única y exclusivamente del que antaño era el último recurso, pero que ahora parece ser la primera opción en la lista de medidas a tomar.
Hoy, cuando nos encontramos ad portas de la que parece ser una nueva oleada de movilizaciones promovidas por la Confech, parece necesario recordar que la legitimidad de nuestras demandas no difiere demasiado de la legitimidad de las exigencias de quien se encuentra al lado, y que ser escuchado porque uno grita más fuerte, porque se puede reunir a más colaboradores o porque –aunque se niegue– se cuenta con la maquinaria de un partido detrás, no parece justo. Pintarse la cara, gritar fuerte y exigir hasta las últimas consecuencias, según mi humilde criterio, dista bastante de un verdadero “empoderamiento”.
Puede que el hecho de que Chile haya cambiado en los últimos años sea el único cliché verdadero, pero, lamentablemente, tampoco parece que dicha metamorfosis haya operado para bien.
Por Francisco Luco.
Con la muerte de Daniel Zamudio se dio comienzo, una vez más, a la ya clásica oleada de comportamientos que esta clase de tristes sucesos mediáticos suele inspirar: parlamentarios de todas partes rasgando vestiduras por la más reciente incorporación en su repertorio de prioridades y preocupaciones sociales, todo un país demostrando una cierta autoridad moral y ese doble estándar tan propio del comportamiento criollo, prensa estrujando el asunto en cuestión a niveles vergonzosos y, cómo no, los infaltables y correspondientes proyectos de ley, cuyos nombres, por si fuera poco, suelen –o intentan– hacer honor a la conmoción pública que demande la atención de la prensa y del resto de la sociedad en un momento determinado.
En beneficio de la llamada clase política puede decirse, sin embargo, que la “ley Zamudio” –boletín Nº 3815-07– no es algo surgido de la noche de la mañana, pues, como ya sabemos estas alturas, dicho mensaje se ingresó a tramitación hace ya siete años, aunque sólo fue aprovechándose de la contingencia más reciente que decidió otorgársele urgencia.
El problema de este modus operandi reactivo –y sobre todo efectista– a la hora de legislar es que se pierde de vista la verdadera labor del actor político, de la nobleza y el estricto sentido de su misión, generándose, en consecuencia, ciertos fenómenos lamentables.
En primer lugar se le intenta otorgar a la ley una labor a la que difícilmente podría hacer frente, cual es la de reeducar o modificar la visión y comportamiento de una sociedad respecto de un determinado asunto; todo lo cual, evidentemente, resulta muy difícil, por no decir imposible (sobre este tema en particular ya se ha dicho bastante, tanto en columnas de opinión como en espacios televisivos, de manera que no agregaré más).
El segundo gran problema es que se evidencia la falta de una debida discusión de fondo que garantice que el proyecto de ley, antes de ver la luz, cumplirá ciertos estándares mínimos desde un punto de vista cualitativo. Así, toda ley debería discutirse fríamente, con el mayor ánimo de racionalidad posible y siempre con miras al bienestar de la mayoría. Lo anterior implica no sólo que el contenido se apoye, como sea posible, en criterios completamente empíricos, sea cual sea la materia en cuestión, sino también que tenga sentido desde un punto de vista jurídico.
Por desdicha, como se desea despachar el proyecto rápido y con ello satisfacer las expectativas sociales generadas –casi como si se tratase de darle pan al pueblo–, suele descuidarse precisamente la “calidad jurídica” de un texto, imperando así un “cortoplacismo” simplista que, en desmedro de la anticipación a problemáticas que pudieran suscitarse a futuro, opta por limitarse a trabajar, sea como sea, sobre la base del polémico asunto del momento de la forma más expedita posible.
Por ello es que me resulta satisfactorio el hecho de que la llamada Ley Antidiscriminación haya resistido la dictadura del discurso políticamente correcto, y en vez de haber visto aprobado su articulado completo durante esta semana en la Cámara de Diputados, haya sido ingresado a comisión mixta. Ello porque un análisis más profundo del tema permite concluir que, de aprobarse, no se trataría sencillamente una buena ley.
¿Dónde queda la libertad de expresión?
En el programa de televisión Tolerancia Cero, Lily Pérez afirmaba que lo que aquí se pretende sancionar es la “incitación al odio”. Sin embargo, ¿qué debe entenderse, en estricto rigor, cuando se refiere la acérrima defensora del proyecto a “la incitación al odio”?
Como acusaba correctamente Fernando Villegas en la misma oportunidad, se genera en el proyecto un clásico conflicto de colisión de derechos, especialmente agravado en esta oportunidad por la excesiva laxitud de la ley y lo ambiguo del concepto de discriminación.
Menos feliz es el intento del propio texto por aterrizar esta terminología al incluir en su articulado un amplísimo catálogo de criterios en los que se entendería que se ha, por decirlo de alguna manera, “incitado al odio”.
Con criterios que ciertamente se extienden mucho más allá de la raza, la sexualidad y la nacionalidad, nos enfrentamos a una letanía que una vez más cede ante el discurso políticamente correcto y abre la aberrante posibilidad de que se coarte, sin mayores dificultades, el ejercicio de otro derecho fundamental como la libertad de expresión.
Es cierto que la propia senadora también se ha esmerado en intentar fundamentar por qué no sería procedente una hipótesis del tipo “se sancionará a alguien que haya emitido un simple comentario en un blog y pueda eventualmente herir susceptibilidades de ciertos grupos”, pero las explicaciones no parecen satisfactorias en lo absoluto.
La libertad de expresión es un derecho fundamental –sagrado en una sociedad cuyo sustrato político es eminentemente liberal– que debe concebirse como verdadera regla general y frente al a cual las limitaciones debieran ser excepcionalísimas. Por ello es que resulta chocante los amplísimos términos en que se encuentra redactado el proyecto, al señalar:
“Para los efectos de esta ley, se entiende por discriminación arbitraria toda distinción, exclusión o restricción que carezca de justificación razonable, efectuada por agentes del Estado o particulares, y que cause privación, perturbación o amenaza en el ejercicio legítimo de los derechos fundamentales establecidos en la Constitución Política de la República o en los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por Chile y que se encuentren vigentes, en particular cuando se funden en motivos tales como la raza o etnia, la nacionalidad, la situación socioeconómica, el idioma, la ideología u opinión política, la religión o creencia, la sindicación o participación en organizaciones gremiales o la falta de ellas, el sexo, identidad de género, la orientación sexual, el estado civil, la edad, la filiación, la apariencia personal y la enfermedad o discapacidad.”
Desde luego, lo anterior da pie para que elementos sustanciales en una sociedad moderna basada en el respeto y la tolerancia que muchos aparentan pregonar –e indispensables para sostener un Estado de Derecho–, tales como la libertad de opinión, se vean peligrosamente afectados por una polémica transitoria (aunque sea reflejo de algo mucho más antiguo y trascendente) que lleva a legislar en caliente y perder de vista cierto sentido de sensatez.
Si bien es cierto que “la libertad de uno comienza donde termina la del otro”, no parece apropiado ni sano para una sociedad democrática restringir las opiniones de sus ciudadanos a lo que parezca ser el discurso políticamente correcto de turno. Así, me parece que se genera un error de toda trascendencia al confundirse la gravedad de un acto criminal como el visto hace algunos días y el consiguiente deseo por evitar la comisión de estos delitos, con la obligatoriedad de que la sociedad comience a utilizar un lenguaje más apropiado y cercano a lo que significa ser un hombre de bien y la clase de ciudadano ejemplar que el Estado espera que seamos (una tendencia ya implantada, por ejemplo, con la prohibición draconiana de beber la más mínima gota de alcohol al conducir, o las crecientes restricciones al derecho de cualquier mortal de fumar).
Curiosamente el propio proyecto parece establecer algunos mecanismos con la pretensión de evitar cualquier problemática como la antes descrita. Así, señala en su articulado que las discriminaciones realizadas conforme al legítimo ejercicio de ciertas garantías constitucionales (entre las que, paradójicamente, se encuentra la del artículo 19 número 12 de la Constitución, esto es, “la libertad de emitir opinión y la de informar, sin censura previa, en cualquier forma y por cualquier medio”), aún cuando se cumplan los criterios de arbitrariedad señalados por mismo texto, “se considerarán razonables”. (Como se podría esperar, este despropósito jurídico ya se ha hecho notar por diversos actores, de suerte que, una vez que se vuelva a revisar el proyecto, el problema antes aludido cobrará sin duda mayor relevancia.)
Es cierto que el trayecto que este proyecto de ley ha recorrido ha resultado más extenso de lo necesario, y la paciencia en muchos sectores parece comenzar a agotarse. Sin embargo, en favor de los honorables que tuvieron la oportunidad de dirimir el asunto durante esta semana, puede decirse que, aún en las condiciones actuales tan peculiares, fueron capaces de resistir a la presión y darse de cuenta de que, entre otorgar a la sociedad un producto legislativo defectuoso y extender aún más la tramitación del mismo con tal de hacer una buena ley, más vale lo segundo. Eso, qué duda cabe, siempre es de agradecer en una sociedad donde antes que la “ciencia jurídica” y las evidencias empíricas priman las emociones y el discurso del que grite más fuerte y en el momento apropiado.
Por Francisco Luco.
De la falta de conocimientos técnicos (o “el puente vale callampa”)
Un recordado y bochornoso episodio de nuestra historia política, que transita entre lo gracioso y lo deprimente, fue el “traspié” que sufrió el ex ministro de defensa Jaime Ravinet al pronunciar en el Congreso Nacional, a principios de 2011, las palabras mágicas: “el puente vale callampa“.
Con una desafortunada elección de términos que acabarían costándole el cargo, lo que el antiguo secretario de Estado buscaba transmitir era que la importancia del famoso puente mecano per se –a propósito del escándalo que rodeaba su compra– era secundaria, pues lo relevante, al tratarse de una compra militar efectuada en conformidad a la Ley Reservada del Cobre, era que aquella no podía someterse a los mismos estándares de transparencia que se exigen por regla general y de forma transversal en la Administración Pública. Por otra parte, el Consejo para la Transparencia –aseveraba Ravinet– no contaba con la competencia ni el conocimiento técnico necesario para determinar si dicho artefacto realmente podía incorporarse o no al beneficio de esa verdadera burbuja en materia de transparencia que implica la seguridad nacional.
El problema, sin embargo (y probablemente por esto mismo creo que la tesis no resultaba del todo válida), era que Ravinet se quedaba corto en sus razonamiento, ya que así como el Consejo para la Transparencia no contaba con los conocimientos tecnológicos y militares necesarios para determinar si el puente mecano realmente revestía o no alguna importancia para la seguridad nacional, tampoco cuentan con el conocimiento técnico necesario los parlamentarios frente a muchos de los proyectos de ley que deben discutirse cada semana (lo que debería verse suplido, en teoría, por la presencia en las salas de expertos en las distintas materias que se abordan), ni cuentan los miembros del Poder Judicial con los conocimientos técnicos necesarios para referirse muchas veces a situaciones de hecho que son entregadas a su jurisdicción y que escapan tanto del conocimiento de un ciudadano de a pie como del de un magistrado (lo que debería verse suplido, en teoría por la presencia de peritos).
Esto, por sí solo, no es criticable. Desde luego, jueces y legisladores no pueden saberlo todo, y por ello es que deben contar permanentemente con la asesoría técnica o científica que la situación demande. Sin embargo, por el bien de la discusión política y social del país, y para evitar que ésta siga cayendo a toda velocidad a un pozo de lugares comunes, sinsentidos y aseveraciones tajantes pero carentes de fundamento, sería deseable que tanto jueces como legisladores y –por qué no– ciudadanos de a pie realicen un esfuerzo un poco más concienzudo por aprender y argumentar, de manera que realmente sepan de lo que están hablando.
La joya del Poder Judicial en el caso Atala
Esta repentina apelación a la obligación de jueces y legisladores por saber de qué diablos están hablando me nace, no obstante, a raíz de un suceso mucho más reciente –y quizá más polémico– que el ya arcaico episodio de Ravinet. Me refiero a la resolución pronunciada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Atala.
En ella, evadiéndose los aspectos más sustanciales de la controversia jurídica sometida al conocimiento de la justicia chilena, la Corte Interamericana se limitó a hacer notar la discriminación en que el Estado incurrió al considerar la condición sexual de Karen Atala a efectos de privarle de la tuición de sus hijas y determinar su falta de idoneidad en la crianza de las menores.
El resumen de la resolución me llamó la atención en lo personal, sin embargo, por una razón bastante más particular. Para explicarlo de mejor forma, me valdré de una cita textual, de la primera decisión pronunciada del Juzgado de Menores de Villarrica, que hace la propia Corte Interamericana en su resolución:
“que […] la demandada haciendo explícita su opción sexual, convive en el mismo hogar que alberga a sus hijas, con su pareja, […] alterando con ella la normalidad de la rutina familiar, privilegiando sus intereses y bienestar personal, por sobre el bienestar emocional y adecuado proceso de socialización de sus hijas”.
Que lo anterior implica una discriminación o consideración en exceso ortodoxa, ajena a la visión moderna que –suponemos– debería imperar frente el concepto de familia en un sentido amplio, está fuera de discusión. No porque crea que de hecho es así, sino porque, sencillamente, no resulta tan relevante para efectos de lo que quiero destacar.
Lo que me parece aberrante, por sobre cualquier potencial discriminación o interpretación errónea del Derecho en que se haya incurrido, es la ligereza y facilidad con que un tribunal de la república, parte integrante del Poder Judicial –y, ergo, pilar fundamental del Estado de Derecho– se permite hacer aseveraciones fácticas sin sustento probatorio y, peor aún, científico alguno.
La falta de pruebas que acredite que el cuidado de las hijas de Karen Atala por cuenta de esta última y su pareja lesbiana producirían alguna clase de detrimento “sobre el bienestar emocional y adecuado proceso de socialización” de las niñas es un asunto probatorio, concerniente al Derecho. Pero lo que sorprende realmente no es cómo durante todo el recorrido judicial del caso se prescindió de cualquier prueba para fundamentar la aseveración anterior en el caso particular, sino cómo se omitió cualquier evidencia científica a la hora de expresar una frase tan asertiva, en que parece esbozarse una especie de comprobado axioma o principio general de la psicología infantil.
En efecto, la lectura de esta curiosa resolución deja entrever que el tribunal arribó a esta conclusión con la misma liviandad y libertad que nos podemos permitir al afirmar hechos físicos evidentes y que no demandan hoy por hoy comprobación alguna, como la existencia de la ley de gravedad o el hecho de que la Tierra no es cuadrada.
Luego, cabe preguntarse: ¿en qué clase de estudios previos se respaldó esta resolución –y también la posteriormente pronunciada por la Corte Suprema– al sostener que “el bienestar emocional y adecuado proceso de socialización” (nótese la especificidad de la sentencia) de los niños se ven afectados por la crianza de una pareja homosexual? Sin ánimo de entrar a discutir la veracidad de la frase, lo fundamental es que una aseveración de esa entidad requiere, sino la existencia de pruebas concretas para el caso, al menos un respaldo metodológico que permita fundamentar su existencia como regla o principio general de alguna ciencia (en este caso psicología)
Del genio judicial al genio legislativo
El problema planteado, en todo caso, no es privativo de nuestro Poder Judicial.
Menos feliz es la historia cuando se examinan los proyectos de ley que semana a semana deben discutirse en el Congreso. Con diputados y senadores que muchas veces ignoran las materias sobre las cuales deben legislar –por no decir que carecen derechamente de todo conocimiento técnico–, los honorables se ven obligados a recurrir a especialistas que, sin embargo, no siempre parecen ser escuchados.
Reitero que el hecho de tener que recurrir a expertos para conocer de mejor forma las materias sobre las que debe legislarse no es algo, por sí solo, reprochable. Pero el panorama se torna especialmente patético cuando se trata ya no de discusiones en sala, sino de opiniones o declaraciones realizadas a la prensa en el marco de la que sea la polémica social o política de turno, gestándose así una cultura del show mediático en la política chilena donde, de nuevo, cualquiera dice lo que quiere con absoluta falta de argumentos empíricos en sus aseveraciones.
Pero lo peor ocurre cuando, en los más diversos asuntos, se comienzan a cimentar mitos que poco a poco van dándose por ciertos y cuya veracidad malamente se cuestiona por la ciudadanía.
Por de pronto, otro ejemplo de esta tendencia (en un ámbito completamente alejado del caso Atala, eso sí, aunque me acordé de él precisamente a raíz de la necedad mostrada en el caso anterior) dice relación con el fenómeno de la piratería. Así, durante mucho tiempo el lobby de la industria del entretenimiento, principalmente en Estados Unidos, contribuyó a la distribución de estadísticas escandalosas que cada año se hacen eco en publicaciones periodísticas de todas partes, de manera que no es extraño encontrarse con “estimaciones” del FBI u organizaciones internacionales en que nos enteramos, por ejemplo, de que año a año se pierden miles de millones de dólares en tal o cual país, o que el nuestro pasó de estar en la mitad del ranking internacional de piratería a estar entre los últimos puestos.
Lo cierto en este último caso es que, en un informe de 2010, elaborado nada menos que por la United States Government Accountability Office, se constató que estos números resultan ser, en el peor de los casos, derechamente falsos, y cuando no lo son, su dimensión resulta tan vaga y ambigua que termina sujetándose prácticamente al amplio arbitrio de quien se encuentre detrás de las “estimaciones”. Por otra parte, un estudio encargado por el gobierno británico a un grupo independiente de expertos, y cuyas conclusiones fueron recogidas en 2011 en el llamado Informe Hargreaves, demostró, esta vez con una metodología y trabajo riguroso de análisis detrás, que la evidencia empírica, contra la intuición y los mitos que se han venido profiriendo durante años en el marco de la llamada batalla contra la piratería, era otra.
Este segundo ejemplo ilustra la facilidad e impunidad con que las autoridades del Estado muchas veces pueden realizar afirmaciones que de una u otra manera influyen en los gobernados, pero rara vez cuentan con una buena argumentación y comprobación empírica detrás que las respalde. Así, esta falta de rigurosidad y carencia de metodologías deja de ser una molestia menor, anécdota o simple motivo de burla desde el momento en que tales afirmaciones derivan directamente en la dictación de sentencias judiciales (en el primer ejemplo, sentencias discriminatorias o carentes de cualquier lógica) y la elaboración de leyes (en el segundo ejemplo, leyes cada vez más severas, invasivas y atentatorias contra los derechos fundamentales).
Hoy en día, cuando todas las instituciones del Estado parecen atravesar una crisis de confianza y credibilidad, parece más necesario que nunca recordar esos olvidados fundamentos del método científico que se nos inculcan ya durante la enseñanza básica, y recordar que todo fenómeno sobre el que nos pronunciamos a favor o en contra, sobre todo si ostentamos algún cargo público, deben ser comprobados. Sino, la creación de leyes y el pronunciamiento de sentencias se transforma en un festín carente de toda racionalidad que en nada contribuye al desarrollo de una sociedad. De esta forma evitamos también, de paso, que el Poder Judicial esboce teorías psicológicas, sin evidencia, en forma de resoluciones, y que nuestros legisladores aprueben un tratado multilateral que muy posiblemente acabe criminalizando una actividad cuyas consecuencias tampoco han sido probadas.
Por Francisco Luco.
Con el apogeo en los últimos años de colectivos como Wikileaks, Anonymous y Lulz Security, la información más reservada, sea que se encuentre custodiada por el gobierno o algún ente privado, se encuentra al alcance de la mano de cualquiera y tan accesible como las informaciones tradicionales que entregaría un medio de prensa convencional.
Si bien es cierto que estas agrupaciones mantienen algunas diferencias sustanciales entre ellas, existe asimismo una serie de rasgos comunes y visión compartida que les ha permitido en más de alguna ocasión trabajar en conjunto.
Sin embargo, el problema que aparece con el apogeo del acceso a la información, la proliferación de este tipo de colectivos y el trabajo llevado a cabo, es que la barrera que separa entre la legitimidad para conocer de los datos públicos y lo que de plano podríamos calificar como un robo de información o vandalismo digital, se vuelve cada vez más difusa.
Hace sólo un par de semanas el FBI informaba que, gracias a antecedentes provistos por el propio líder de Lulz Security, Héctor Xavier Monsegur, alias Sabu (quien había sido arrestado a mediados de 2011), cinco de sus compañeros de fechorías fueron detenidos.
Desde luego la actitud del informante fue calificada en círculos virtuales como una de las más deleznables que puedan verse en el entorno del llamado “hacktivismo“. En efecto, esta clase de perfidia no suele ser el espíritu general que se aprecia en comunidades tan grandes como las mencionadas; las que, en cambio, se caracterizan –suponemos– por valores como la lealtad o la existencia de alguna consigna contra un enemigo común que no admite debilidades, quebrantamientos ni divisiones.
Miles de usuarios anónimos se lanzaron en picada a las secciones de comentarios en blogs de habla inglesa e hispana, desatando su odio y dejando entrever que Héctor Xavier Monsegur merecía las penas del infierno por haber proporcionado al FBI la información que —se espera— ayudará a dar un término más o menos definitivo a la historia de esta organización. Pero lo interesante es que no se trató de una actitud de reproche que se limitara a hacktivistas o hackers; por el contrario, se generó una especie de sentimiento comunitario y de empatía que se extendía a cualquier usuario de Internet que se preciara de ser amante de la tecnología y la libertad de información.
El problema sobre el que no muchos se habían detenido a pensar, sin embargo, es que (a riesgo de decir algo que de políticamente correcto nada tiene) en el caso particular de Lulz Security nos enfrentamos a una organización que parece estar mucho más cercana a la criminalidad cibernética que a una legítima lucha por el acceso a la información. Después de todo, no podemos ni debemos perder de vista que fue Lulz Security la organización que se vanaglorió de, por ejemplo, haber robado en 2011 cientos de miles de nombres de usuario, contraseñas y números de tarjeta de crédito de la base de datos de Sony.
Ahora, ¿cuál es el bien al que aspiramos o el beneficio que la comunidad obtiene cuando un grupo de hackers (sí, sabemos que el sentido original de esta palabra dista bastante del que se utiliza hoy en día, pero sencillamente nos acoplaremos a la convención) se dedica a robar datos que, además, podrán ser utilizados posteriormente para fines aún menos loables?
Un caso menos extremo, pero igualmente ilustrativo, es la última hazaña de Wikileaks, la que, en asociación con Anonymous, se hizo de nada menos que cinco millones de correos electrónicos pertenecientes a la firma privada de análisis Strategic Forecasting, una serie de datos que fueron derechamente robados por Anonymous (ente cuya supuesta falta de jerarquía y organización difícilmente puede ser sostenida hoy en día) el pasado mes de diciembre.
Como explican los medios de prensa, empero, ésta no fue la primera oportunidad en que Wikileaks filtra información que reviste el carácter de privado en vez de público. Y no puede dejarse pasar lo relevante que es diferenciar entre una cosa y la otra.
Asumiendo que –al menos desde un punto de vista formal– el acceso a la información pública que ostenta el gobierno –cuya obtención no ha sido autorizada– reviste cierta ilegitimidad, se subentiende que prima, no obstante lo anterior, una suerte de legitimidad material: la de los gobernados por conocer la verdad deliberadamente ocultada (y no pocas veces tergiversada) en manos de quienes han sido democráticamente elegidos.
El caso de Stratfor, sin embargo, es distinto. Se trata de informes de análisis que, si bien versan sobre temas globales y tan importantes como la seguridad nacional y prospecciones socio-económicas, a fin de cuentas han sido encargados en un ámbito de competencia amparado por la intimidad y privacidad que merece cualquier relación laboral o de prestación de servicios. Poca diferencia hay, entonces, entre este caso y la intrusión en la casa de un vecino para revisar su correspondencia y obtener información que lista y llanamente no reviste el carácter de público, por muy interesante que aparezca.
Arrogándose una legitimidad que nadie les ha concedido, grupos como Anonymous, que aparentan jugar el papel de alguna clase de partisanos de la nueva era digital y asumir con más seriedad de la necesaria el rol de V en la novela gráfica de Alan Moore y David Lloyd, saltan de sitio en sitio dedicándose no sólo a botar servidores, sino a conseguir información que poco o nada tiene que ver con lo que las sociedades del siglo XXI necesitan.
Desde luego esta falta de legitimidad política o social se ve suplida por la ostentación de un poder casi incontrarrestable: el del conocimiento técnico requerido para dejar en ridículo a las agencias de seguridad de Estados Unidos y los órganos de seguridad de las distintas multinacionales cuya información ha sido robada con la misma facilidad que se le quita un dulce a un bebé. Se trata de pseudo-héroes que por el poder que se han conferido a sí mismos, pueden permitirse el lujo de transgredir normas y obrar en provecho propio. Luego, como en ese clásico argumento dramático (al borde del cliché) del que se han valido algunas historias de ficción, la que parece escribirse acá es la de una legión de rebeldes que, intentando derrocar al gobierno represivo de turno, termina convirtiéndose en un régimen fascista igual o peor que el saliente. O por decirlo de una manera más simple, el remedio termina siendo peor que la enfermedad.
En este momento los ojos ciudadanos miran con escepticismo, sobre todo después de las agitaciones sociales que se han verificado en los últimos años, las acciones y omisiones de los gobiernos. Sin embargo, una visión auténticamente crítica debe pregonarse no sólo respecto de determinados grupos de personas, sino como actitud y casi filosofía de vida; de lo contrario, sencillamente no podemos clamar por libertad. Y es que, como afirmaba el escritor argentino José Pablo Feinmann, “no hay libertad si no está alimentada por la crítica”.
Es importante tener las cosas claras, pues se supone que la luz al final del túnel es una democracia representativa más justa, abierta y transparente, y no una especie de anarquía épica con ribetes de romanticismo, como las que suelen mostrar historias tipo V for Vendetta.
Por Francisco Luco
A mediados de enero Apple anunció sorpresivamente un conjunto de tres nuevas herramientas de software, las que permiten asignar a la tecnología un tremendo valor como agente de cambio en el campo de la educación: iBooks 2 –una plataforma de distribución de libros electrónicos que podría eventualmente desplazar a los textos educativos tradicionales–, iBooks Author –una aplicación que permite a cualquier persona desarrollar su propio texto educativo electrónico– y iTunes U –una aplicación para iPad, iPhone y iPod Touch que pretende acercar a los usuarios una serie de contenidos académicos puestos a disposición por las más prestigiosas universidades del mundo–.
Mientras tanto, en nuestras provincianas y todavía pacíficas latitudes –al menos hasta que verdaderamente comience el año en marzo–, la relativa calma del escenario social y político augura con efectividad lo que todos prevemos que sucederá una vez que el grueso de la población haya dado término a sus días de reposo. Es una pasividad que augura lo evidente e inevitable; la calma antes de esa tormenta que prontamente se dejará caer y que podremos denominar “Revolución (?) Educativa: Parte II”. Una revolución que implicará, está claro, que actores políticos y sociales salgan a las calles a vociferar por una mejor educación. Podemos prever que será un período de conmoción y agitación que, como varios dirigentes ya auguraban el año pasado, probablemente sea de igual o incluso mayor magnitud que lo ya visto en meses previos.
Sin embargo, ¿qué clase de delirio podría hallar una coherencia entre la –digamos merecida– holgazanería de que muchos disfrutan en estas semanas, las futuras movilizaciones “por la educación” y lo anunciado hace un mes por el gigante informático de Cupertino? ¿Qué tiene que ver una cosa con otra? Mucho, a decir verdad.
Cuando uno evoca el concepto “Internet”, probablemente el primer impulso de muchos chilenos sea pensar en un portal blanco y azul plagado de chismes, mini juegos y otras frivolidades, en el cual suelen desperdiciar una excesiva cantidad de horas (estadísticas a mano no tengo, pero tampoco podemos ser tan cínicos como para negar que cada vez que una secretaria, estudiante, empleado de oficina o funcionario cualquiera está mirando con atención y suma concentración una pantalla sobre su escritorio, al observar la misma comprobaremos que está conectado a Facebook).
Por otra parte, a la hora de mirar el historial de navegación de esos mismos computadores en la oficina o en la universidad, comprobaremos que ya varios han visitado, entre otros sitios afines, el diario de circulación nacional por excelencia si lo que deseamos es informarnos de las banalidades del mundo de la farándula (ustedes me entienden).
Por último, si tomamos el smartphone de cualquier conocido, probablemente nos encontremos con un cuantioso surtido de contenidos fútiles, entre aplicaciones que, sí, a veces entretienen y sanamente distraen, pero que en exceso sólo contribuyen a perder el tiempo y a desaprovechar la tremenda utilidad que un computador en la palma de nuestra mano verdaderamente puede aportar.
La deprimente conclusión que podemos sacar a partir de esto es, entonces, que Internet y la tecnología en general (el computador personal, teléfonos inteligentes y todo lo demás) hoy parecen adolecer del mismo problema que presentó y aún presenta la televisión: involucionar, aunque sea por causas externas, de un medio concebido para entretener, informar y educar a uno que sólo pareciera concentrarse en lo primero (aún cuando en el caso de Internet, y a diferencia de la televisión, buena parte del problema no sea atribuible a los proveedores de contenidos, sino a los consumidores.)
En esta interesante entrevista a Isaac Asimov, realizada en 1988, el visionario y genial escritor fue capaz de vaticinar con optimismo y acierto cómo en el futuro cada hogar contaría con una computadora conectada a bibliotecas universales, de manera que podríamos acceder todos a una cantidad de información ilimitada. Así, nos veríamos enfrentados a lo que él describió como una verdadera revolución educativa.
Esa revolución permitiría, sin llegar al extremo de abolir la escuela, que cada persona adquiriera conocimientos desde su más tierna infancia, guiándose por su propia vocación y a su propio ritmo. Era una oportunidad, creía Asimov, para despojar al concepto “educación” de connotaciones absurdas y nefastas, como que se trata de un proceso para niños y jóvenes, que se inicia con el ingreso al sistema educativo obligatorio y que acaba una vez que se egresa de él para adentrarse en el mundo laboral. La tecnología, y más precisamente Internet, eran una oportunidad –observen el optimismo de Asimov– para que la adquisición de conocimiento no resultara aburrida porque alguien la impone en un salón, sino para que fuera, en su lugar, interesante y deseada por todos.
Sin embargo, las aspiraciones antes aludidas parecen chocar estrepitosamente con la triste realidad. En un contexto en que la televisión abierta atraviesa una decadencia impresentable e innegable, Internet parecía ser la salvación. Pero lamentablemente no parece ser el caso.
Incluso Steve Jobs, el hombre cuyas ideas y trabajo constituyeron la piedra angular sobre la que se cimentó el imperio de Apple, dijo en una entrevista a mediados de los 90:
“La gente está pensando menos de lo que solía hacer. Eso es principalmente por la televisión. La gente está leyendo menos y están ciertamente pensando menos. Así es que no veo a la mayoría de la gente usando la red para obtener más información.”
Con esto no pretendo decir que Asimov se equivocó y que su visión optimista se vio sepultada por la visión más sombría de otro hombre que al final sí acertó, mientras el mundo se dirige a un pozo sin fondo. Esto lo preciso porque, en cierta manera, Asimov sí tuvo razón: si bien aún queda trabajo por hacer, la infraestructura está, así como la posibilidad de acceder al conocimiento disponible en ella. Las oportunidades de conectarse a esas bibliotecas rebosantes de información existen, de manera que la educación, en su sentido más puro y genuino, se encuentra hoy al alcance de buena parte de la población mundial, incluido por cierto nuestro país. Por ello insisto: esos vaticinios felices, en cierta forma, son hoy una realidad.
¿Cuál es el problema entonces?
El problema es que si bien la infraestructura y la información están, algo falló en el camino y jamás llegó a existir esa añorada revolución educativa de la que el prolífico escritor hablaba. Es decir, está todo al alcance de nuestra manos, menos una genuina voluntad e interés de parte de los usuarios –sean niños, estudiantes universitarios, trabajadores, dueñas de casa, jubilados o lo que sea– por educarse.
Desde luego lo anterior no responde mucho a la pregunta formulada, pues de inmediato nos cuestionamos: ¿y por qué a pesar de tener esa revolución educativa frente a nuestros ojos, la sociedad no se ha interesado por la adquisición del conocimiento?
La respuesta a esta nueva pregunta por cierto que no es de mi competencia, pero la formulación de estas interrogantes al menos debiera animarnos a observar que, mientras una buena parte de los estudiantes probablemente sobrecargue sus semanas de vacaciones de actividades hedonistas y sin sentido, la cacareada revolución educativa está mucho más cerca de lo que creen y al alcance de su mano, así como al alcance de la mano de cualquier otro, más joven o viejo, que quiera verdaderamente profesar algo de amor propio y adquirir conocimiento e información relevante para sí.
Es por esto que me gustaría saber, mientras la industria de la tecnología desarrolla aplicaciones que acercan la educación a la gente aún más de lo que ya lo hace Internet por sí sola, cuántos de los nobles partisanos que salieron a las calles y volverán a hacerlo este año porque quieren “educación de calidad”, efectivamente han aprovechado las oportunidades que –como a Jobs le gustaba decir– el cruce de la tecnología con las humanidades puede ofrecer. Y con aprovechar estas tecnologías no me refiero, por cierto, a desperdiciar buena parte del día conectado a Facebook o diarios de farándula.
Hay una sobrecarga de información en nuestras vidas; es verdad. Internet cuenta con cantidades inconmensurables de contenidos inútiles; innegable. Pero no es menos cierto, asimismo, que muchos realmente están haciendo algo por salir a buscar su educación de calidad (trabajo que en las condiciones actuales ni siquiera es tan laborioso y demandante de energía y tiempo), mientras otros se limitan nada más a sentarse y esperar que aquella caiga del cielo.
Y es que, como afirmó el especialista en educación Curtis Johnson: “según el modelo que sigue siendo dominante en la mayoría de escuelas del mundo, al entrar en el aula casi parece que el conocimiento sea algo escaso, difícil, prácticamente imposible de obtener a no ser que tengamos a un adulto debidamente cualificado de pie frente a un grupo de jóvenes que le escuchen solícitos, dispuestos a anotar en sus cuadernos cualquier dato supuestamente de valor. Pero los alumnos saben que no es así: el conocimiento es ubicuo. Pueden entrar en Google para buscar una respuesta y llegar a ella mucho más rápido que nadie en esta sala –hasta un muchacho de 9 o 10 años puede hacerlo–. Es cierto que tal vez no tengan el criterio para saber cuáles son las coas que merece la pena buscar, ni la sabiduría para valorar lo que encuentran, pero es evidente que pueden acceder al conocimiento; no tenemos que dárselo.”
Así, lo anterior parece generar otra brecha digital, no una entre usuarios conectados y desconectados, sino una entre usuarios que realmente aprovechan el potencial informativo y educativo que Internet genera y usuarios que, aun con acceso a la red, condicionan su vida de forma negativa de la misma manera que han sido condenados quienes han recibido una educación formal deficiente.
Esa es una brecha digital mucho más problemática que la que ya conocemos, puesto que, probablemente, el abismo entre los dos porcentajes de la torta sea más grande aquí que en un gráfico que ilustra cuántos ciudadanos están conectados a Internet y cuántos no. Además, será sin duda la siguiente brecha digital contra la cual nos enfrentaremos una vez que la anterior sea superada. Y es una brecha de la cual, por cierto, no he oído a nadie hablar.
Por Francisco Luco.
Contrariamente a lo que hemos creído por algún tiempo, el problema de la amenaza a nuestros derechos de acceso a la información y libertad de expresión no se llama SOPA, PIPA, ACTA o TPP.
El problema fundamental no radica en instrumentos legislativos que, intentando resguardar valores difusos –llámense seguridad digital o derechos de autor–, tienden a vulnerar derechos fundamentales. El problema no radica en la ley de turno que busca responsabilizar al administrador de un blog por las injurias que se puedan eventualmente verter en él; ni en la que exija a los ISP un control férreo de los contenidos que un usuario de Internet descargue y les ordene cortar el servicio si se tratare de determinado material; ni tampoco en la ley que determine mandar a la cárcel a quien ose distribuir en la red cualquier obra protegida.
Aunque en los hechos no lo parezca, estos episodios –mientras no se aprueben los correspondientes proyectos– son meramente anecdóticos. A lo más sintomáticos, si se quiere.
El verdadero problema, aquel del cual SOPA y muchos otros acrónimos son nada más sus consecuencias, dice relación con las dimensiones que ha alcanzado Internet en la vida cotidiana y los ojos con que la red comienza a ser vista por grupos de interés como empresarios y políticos.
Que no se me malinterprete con esto último. No se trata de elucubrar una nueva teoría salfatiana y ver enemigos ocultos en todas partes, sino de identificar los poderes fácticos y tradicionales cuya existencia todos conocemos, y cómo sus miedos son cosa mucho más manifiesta de lo que creemos.
En el caso del genérico concepto de “empresarios”, entendemos que se trata de ejecutivos de la industria discográfica, del cine y otras que, ejerciendo un lobby feroz sobre la llamada clase política, ven una supuesta amenaza al bienestar de sus respectivas industrias en el comportamiento de usuarios con pata de palo y parche en el ojo.
Pero además del resguardo de ciertos intereses comerciales, el poder tradicional también posee sus propias razones para aguarnos la fiesta.
Y es que el caso de los políticos es especialmente interesante. Un rápido examen a nivel global nos permite apreciar la diversidad de colores de que hacen gala los distintos países que han coartado o pretendido coartar la libertad de expresión, el acceso a la información y otros derechos fundamentales (fundamentalísimos en el nuevo milenio). Dicho en otros términos, el poderoso, abierto y masivo espacio de información, conocimiento, cultura, entretenimiento y educación en que se ha convertido Internet ha merecido la amenaza tanto de tiranías en Medio Oriente, como de la dinastía Castro en Cuba y de republicanos y demócratas en Estados Unidos. O sea, hay para todos los gustos.
Como afirma con precisión Claudio Ruiz, de la ONG Derechos Digitales:
“todas estas iniciativas tratan de entender las nuevas tecnologías e Internet fundamentalmente como un lugar opaco cuyas prácticas hay que regular con severidad para resguardar mecánicas de negocio de la era previa a internet. Así, otros derechos que ven en Internet una zona segura y de fácil desarrollo, como la libertad de expresión, terminan cediendo a favor de intereses comerciales vinculados a la explotación de los derechos de autor.”
Creo fundamental resaltar aquello de entender las nuevas tecnologías e Internet como un lugar opaco. Incluso, a juzgar por las acciones adoptadas en diversos ordenamientos, uno podría inferir sin miedo a equivocarse que Internet es visto muchas veces como un auténtico espacio de libertinaje, una anarquía que se ha venido soportando durante décadas, y que amerita con urgencia y prontitud una regulación sumamente interventora e –incurriendo en un despropósito jurídico– incluso sanciones penales. Pero en esa absurda apreciación, por cierto que no sólo tienen cabida los intereses comerciales a los que se aludía anteriormente.
Permítanme aquí hacer un paréntesis bastante clarificador. Y es que una buena forma de ilustrar la situación es una ya legendaria declaración de la NTIA de principios de 2010.
Citando el correspondiente artículo en inglés de Wikipedia, la National Telecommunications and Information Administration es una agencia integrante del Departamento de Comercio de Estados Unidos, cuya función consiste en operar como principal asesor del Presidente en materia de telecomunicaciones.
Pues bien. No fue más ni menos que dicho órgano el que en la mentada declaración enseñó una curiosa delimitación temporal para referirse a la historia de Internet y a las medidas reactivas que deberían adoptarse de cara al futuro. Así, la NTIA se empeñó en describir el período comprendido entre los años 1990 y 2000 como la “Política de Internet 1.0: transición a la comercialización” y el período comprendido entre 2001 y 2009 como “Política de Internet 2.0: desde el garaje a las calles”.
Aquel primer período, caracterizado por el surgimiento de los primeros ISP comerciales, habría sido observado con una actitud del gobierno norteamericano propensa a la no intervención, de manera que se facilitara el crecimiento de la red y se promoviera la innovación en garajes a lo largo y ancho de todo Estados Unidos. En el segundo período, por su parte, en donde resulta evidente la masificación de Internet y la forma en que éste pasa a convertirse en un servicio doméstico más (con 7 de cada 10 hogares estadounidenses conectados, según las estimaciones de la NTIA en ese entonces), comenzarían a aparecer los problemas: de privacidad, de seguridad y, era que no, de infracción de copyright.
Con este par de antecedentes es que la NTIA no dudó en sugerir hace dos años la “Política de Internet 3.0”, una que vendría a poner orden en un mundo de caos en que el principio “leave the Internet alone” ya no puede seguir teniendo cabida.
Estas ideas manifestadas en 2010 no representan sino el puntapié formal de las nefastas iniciativas que se han venido conociendo en el último tiempo. Y las mismas palabras escogidas en dicho discurso (más elocuentes de lo que yo pueda reproducir) dejan entrever el problema de fondo al que aludía al principio, aquel que subyace como causa de esos efectos que llamamos SOPA o ACTA.
El problema no es económico, sino esencialmente político y sociológico: tiene que ver con la forma en que las cuotas de poder ahora, al menos en una cierta y moderada medida, son “compartidas” entre gobernantes y ciudadanos conectados, y la forma en que a los primeros atemoriza una suerte de comunismo 2.0 que en realidad no es tal.
Tiendo a creer que los principales actores políticos que hoy gobiernan Estados Unidos y Europa –y en realidad cualquier país– son gente de avanzada edad con una visión de mundo ya formada, moldeada, a modo de ilustración, por paradigmas anacrónicos como el de la guerra fría.
Las nuevas generaciones, en cambio, nacen y verán expuesto su crecimiento a otra clase de estímulos, a nuevas formas de aprender y hasta a un cambio en códigos del lenguaje como nunca antes visto; a un mundo distinto, donde Internet no es la novedad científica que –como afirmaba la propia NTIA– hace sólo un par de décadas permanecía en un garaje, sino un ente universal y accesible cuya existencia resulta tan natural e incuestionable como el agua.
Es el mundo tecnologizado y rebosante de información y oportunidades que escritores como Isaac Asimov y un algo más pesimista Arthur C. Clarke vaticinaron varias décadas atrás; un mundo cuya configuración golpea fuertemente las nociones de políticos vetustos y que los inmoviliza, de la misma manera que hoy un anciano promedio de 80 años sería reticente a aprender a utilizar un reproductor de música digital en desmedro de la radio.
Por ahora, la única forma de escapar de lo que parece ser un complejo año para el derecho de acceso a la información y el ejercicio de la libertad de expresión, es el boicot de proyectos como SOPA y el ejercicio proactivo de labores de información y difusión tan loables como las de ONGs tipo Ciudadano Inteligente y Derechos Digitales.
Sin embargo, no podemos obviar que en un largo plazo son otras las determinaciones que deberíamos tomar para evitar que lo que en algún momento parecía erigirse como una biblioteca de entretenimiento, conocimiento e información sin límites y al alcance de cualquiera, termine sucumbiendo, más que a los intereses de la industria editorial, musical y cinematográfica, a los intereses de un orden y estructuras con formas particulares de ver y gobernar la sociedad. En este sentido, los pasos a seguir son evidentes y dicen relación con ese sagrado ejercicio cívico llamado voto, pues mientras no exista un recambio de mentalidad en el poder (ojo, que no basta rejuvenecer en 20 años a los candidatos), iniciativas como SOPA y PIPA seguirán multiplicándose.
Por Francisco Luco.
Probablemente a nadie resulte indiferente el potencial de las manoseadas redes sociales para influir sobre el ejercicio del poder político. Y lo cierto es que, si bien podría ser nuestro primer impulso pensar en ejemplos como Twitter y su utilidad en la organización de movilizaciones políticas en Medio Oriente o protestas en Estados unidos, también contamos con casos mucho más cercanos y pedestres.
Sin ir más lejos, en Chile ya han sido numerosas las oportunidades en que gracias al poder de unos pocos, que representan una suerte de casta tecnológica (mas no intelectual, por cierto), se han derribado proyectos de ley, revertido decisiones de la administración central e, incluso, dejado sin efecto normativas de entes privados.
¿No se suponía que una ciudadana activa manifestándose en línea, presionando y molestando al poder era algo positivo? En principio sí, pero como en todo ámbito de cosas, cualquier exceso resulta nefasto al final.
El caso de la influencia que las redes sociales pueden ejercer en el poder político es especialmente paradigmático en Chile. Incluso da para alarmarse y para que comencemos a cuestionarnos –deberíamos– qué diablos está sucediendo a nuestro alrededor.
Es cierto que nos encontramos inmersos en la era de la información, que todo hoy se reduce a la inmediatez y que la ciudadanía evalúa a sus representantes constantemente, no esperando ya únicamente un plazo de 4 años para castigar o aprobar la gestión de sus autoridades. Sin embargo, existe un largo trecho entre esta situación de control cívico y el absurdo de que, porque un par de comentarios de menos de 140 caracteres creó un bola de nieve que acabó posicionándose por conveniencia en la portada de algún medio digital de izquierdas, autoridades políticas terminen dándose vuelta la chaqueta o traicionando derechamente sus convicciones.
Aunque no sea políticamente correcto decirlo, un “representante” no se elige para “representar” sin más lo que la voluntad de la mayoría que lo eligió designe. Y es que si así fuere, si se tratara de simplemente plantar monigotes mínimamente instruidos que se encarguen únicamente de mediar como meros mensajeros entre la opinión mayoritaria de sus electores y el poder, en la práctica daría lo mismo a quién se elige.
Un actor político, llámese congresista, alcalde, presidente de la república o lo que sea, se elige porque, si bien debiera actuar siempre con miras al interés de los ciudadanos, confiamos en su criterio e ideas de qué es lo mejor para sus electores. Suena paternalista y tan política 1.0 –insisto en lo de políticamente incorrecto–, pero no podemos negar que, por los argumentos antes expuestos, es así. Después de todo la realidad es innegable.
El gran problema se hace patente cuando las convicciones –suponiendo que las hay y por tenues que sean– se transan por miedo; el miedo al matonaje primero virtual, luego social y, finalmente y casi por añadidura, matonaje político.
No sólo nuestra sociedad criolla, sino la sociedad humana en general parece atravesar delicados y complejos cambios en este momento. Ello hace necesario, más que nunca, el surgimiento de un proceso de reflexión y análisis en frío de los eventos que están sucediendo a nuestro alrededor. Lamentablemente, mensajes furibundos, apasionados, temperamentales y muchas veces plagados de desconocimiento en 140 caracteres parecen marcar hoy la pauta noticiosa, y no hacen falta un par de horas para que un político traicione sus ideas y convicciones y revierta sus decisiones temiendo ser víctimas de bullying.
En estos últimos años se ha acrecentado más que nunca la importancia de las redes sociales y su interrelación con la política. Sin embargo, es fundamental que de vez en cuando nos detengamos a pensar antes de caer en la verborrea instantánea y fácil, y sobre todo –casi lo imploro– que en la llamada “clase política” piensen dos veces antes de ceder a las presiones de un reducido grupo de usuarios de internet, de baja representatividad y que al final sólo consigue hacer crecer bolas de nieve gracias a los intereses editoriales de opositores al gobierno.
Como corolario de lo anterior, resulta de total relevancia que se dimensionen las redes sociales en una medida justa y proporcionada, y se evite caer en el espejismo absurdo de que se trata del bastión de la verdad absoluta o de un instrumento econométrico confiable y representativo.
Al final, si quienes ostentan el poder debieran retractarse cada vez que los usuarios de Internet se disgustan por algo, probablemente terminaríamos en una especie de populismo, caudillismo o, peor aún, una verdadera dictadura digital.
Por Francisco Luco.
El consenso de analistas, columnistas, periodistas, políticos y público en general es que el año que acabamos de despedir fue uno, cuanto menos, difícil, complejo y, dicho con cierta siutiquería, “raro”.
Comparto dicha impresión, generada sobre todo por una suma difusa y algo etérea de eventos trascendentes que tuvieron auge en los más disímiles puntos del planeta. Y lo interesante –como vivimos en una sociedad globalizada– es que cada uno de estos eventos repercutió de alguna manera en otras latitudes y, al final, en el mundo entero, tanto en una dimensión política como económica y sobre todo social.
Fue el año de las revoluciones, de las caídas de tiranías que llevaban décadas incólumes, de la muerte del terrorista número 1 buscado por Estados Unidos, de los movimientos sociales, de las redes sociales, del flujo expedito de información pero también de la censura de la información.
Es difícil ubicar un punto de partida, y siempre el evento que convengamos en escoger como episodio inicial tendrá, a su vez, otros antecedentes y causas, de suerte que podríamos remontarnos al momento en que Eva mordió la manzana. Sin embargo, creo que un buen punto de partida, más o menos claro y explicativo –y el que en cierta manera desencadenó todo lo que ocurrió a lo largo del 2011–, corresponde a la filtración de cables diplomáticos por obra de Wikileaks, acontecido cuando ya se nos iba el 2010.
Si reflexionamos por un momento, todo lo que ocurrió el 2011 podría explicarse de alguna manera a partir del efecto dominó que generó lo hecho por Bradley Manning, Julian Assange y compañía; no por directa influencia de los propios contenidos de los cables diplomáticos expuestos, sino por el aura general y el contexto ideológico al que nos permitía arribar tal suceso.
Me refiero puntualmente al ensalzamiento del derecho de acceso a la información. Al final, lo que demostró primero Wikileaks, y luego Twitter con su formidable soporte a la hora de organizar movilizaciones y protestas en todo el mundo, es que, en definitiva, la información se encuentra actualmente en manos de todos, de manera instantánea y sin intermediarios (exceptuando los soportes tecnológicos).
Hoy en día todos cuentan con una cuota de poder más o menos significativa que les permite levantar causas en un par de minutos y derribar proyectos de ley o cualquier otra iniciativa que atente contra los intereses de esa selecta casta de personas informadas e hiperconectadas. Hasta aquí podríamos concluir entonces, y con relativo acierto, que el 2011, a pesar de los constantes intentos de boicot (léanse a modo de ejemplo las medidas de censura ejecutadas por el régimen egipcio para frustrar las protestas, o la propia ley SOPA), fue el año del acceso a la información y el libre flujo de ésta.
Lamentablemente no me van quedando muchas razones para mirar con optimismo el 2012, al menos en este aspecto. La ya mencionada ley SOPA es la mejor muestra de que los gobiernos de occidente no miran con buenos ojos la manera en que redes sociales y, en general, las nuevas tecnologías de la información permiten levantar causas que –más allá de que sean justas y sensatas o no– tienden a incomodar el poder central.
No es que estemos descubriendo el fuego. Desde hace mucho tiempo hemos podido comprobar la importancia de las nuevas tecnologías de la información como motor de cambio social y político, y hemos tenido también la oportunidad inferir que estas herramientas son un arma de doble filo, con una capacidad de generar gran suspicacia en los gobernantes de todas partes. Sin embargo, creo que es 2011 el año en que este cúmulo de ideas y valores ha alcanzado su auge, y por ello es que los órdenes de Occidente comienzan a tomar cartas en el asunto.
Tomemos como ejemplo la ya mencionada Stop Online Piracy Act. Desconozco lo que irá a ocurrir con ella en el estado en que se encuentra en el Congreso, con sus evidentes y abiertas contradicciones a la primera enmienda y otros derechos fundamentales garantizados en la propia legislación norteamericana. En el mejor de los casos, tal vez el lobby ejercido por usuarios de a pie e importantes empresas que dependen de una Internet relativamente libre logre derribar el proyecto.
Podría ocurrir también –de todo se puede esperar de la tierra del tío Sam– que la iniciativa SOPA, tal como se encuentra redactada hoy, llegue a convertirse en una ley plenamente vigente para todos y cada uno de los Estados del país del norte, con las consiguientes y nefastas implicancias para todos los países conectados a Internet y que dependan de lo que hagan o dejen de hacer los servidores establecidos en Estados Unidos.
Pero si llegara a concretarse el peor de los temores de todo internauta, ¿estamos condenados? Parecen haber dos salidas o posibles desenlaces.
La primera y la “más legítima” radica en la confianza que podamos tener en la sanidad del sistema legal estadounidense. La aprobación de una norma antijurídica por donde se le mire, que atenta abiertamente contra la primera enmienda y los más sacrosantos valores políticos y sociales de Estados Unidos, debiera ser revisada por la Corte Suprema y ser declarada inconstitucional. Si las instituciones funcionan, sabemos que una ley federal ya aprobada es susceptible de ser declarada inconstitucional por los tribunales superiores de justicia, en virtud, precisamente, del principio de supremacía constitucional, y así restablecer el imperio del derecho.
Pero si nada de esto llegara a ocurrir, lo más probable es que sólo se contribuya a profundizar el problema y termine desahogándose una manifestación global de proporciones épicas. Internet es el último verdadero bastión de libertad que nos va quedando, y por ello podría afirmar con convicción que, si bien hay muchas cosas que desconozco y soy incapaz de predecir, ésta es una de esas en la que el futuro ya se puede anticipar con relativa seguridad. Y es que nadie se quedará de brazos cruzados mirando cómo la fuente universal de conocimiento por excelencia queda atrapada en las redes del poder central, la censura y –si nos compramos la tesis de que realmente todo esto pasa por la protección de los derechos de autor– los intereses de las compañías discográficas y grandes medios.
El 2011 fue el inicio de un proceso de cambios y descontento a nivel global; algunos con causas distintas, pero todos interrelacionados de alguna manera (sea desde un punto de vista geopolítico, tecnológico o sociológico). No hay razón alguna para pensar que el 2012 la tendencia se detendrá o revertirá, y por ello es no sería aventurado esperar, asimismo, una feroz oposición de gobernantes de todas partes. Por ello creo que, definitivamente, el año que recién comienza verá de alguna manera frustrados sus intentos por consagrar el acceso a la información y la transparencia como los grandes valores a los que aspira la sociedad moderna. El panorama que se vislumbra durante los próximos doce meses aparenta ser más difícil, complejo y “raro” que nunca.