Por Manuel Arís.
La semana pasada, en Lima, la Defensoría del Pueblo de Perú organizó un seminario para reflexionar acerca de los mecanismos de funcionamiento de las leyes de transparencia de Chile y Perú. En el encuentro, se abordó la necesidad de que en Perú existiese un órgano garante similar al Consejo para la Transparencia en Chile.
Expositores peruanos y chilenos concordamos en que el correcto funcionamiento de una Ley de Acceso a Información Pública requiere de la existencia de un órgano garante, con autonomía operativa, de presupuesto y decisión, tal como lo establece la Ley Modelo Interamericana sobre Acceso a la Información de la OEA.
Algunas reacciones que ha suscitado el fallo del Consejo para la Transparencia en el caso de los mails del Ministro Larroulet, demuestran que el mismo tipo de debate que presenciamos para la experiencia peruana bien podría replicarse en nuestro país, pues el fallo y las atribuciones de este organismo para determinar este tipo decisiones ha sido fuertemente cuestionado.
Meses atrás, la discusión presupuestaria –que no implicó un aumento real de recursos para el Consejo para la Transparencia- y el poco afortunado proceso de selección de 2 de sus consejeros, fueron otros importantes hitos en los que quedó en evidencia que la real autonomía del Consejo para la Transparencia es un tema inconcluso en materia legal y procedimental.
Actualmente, en el Congreso Nacional se están discutiendo las modificaciones a la Ley de Acceso a Información Pública, donde esperamos se aborden estas deficiencias, entendiendo esta discusión como una oportunidad para consolidar la autonomía de un órgano encargado de velar por el ejercicio del derecho fundamental de acceso a información pública de los ciudadanos.
Para que el Consejo para la Transparencia chileno sea un producto de exportación, debemos avanzar en dos sentidos. En primer lugar, se tiene que reforzar su autonomía presupuestaria y de decisión, lo que requiere, por parte del ejecutivo, trabajar con la convicción de cederle poder a este organismo autónomo.
Por otra parte, la actual discusión parlamentaria sobre la Ley de Transparencia no sólo debe recoger la experiencia gubernamental de estos dos años de funcionamiento de la Ley, también, y con mayor importancia, la de los ciudadanos que hemos hecho uso de ella y de las organizaciones de la sociedad civil que promovemos su utilización, entendiendo que esta Ley está basada en el derecho de acceso a información pública que nuestra constitución establece.
Por Manuel Aris.
El Congreso es la entidad que debe canalizar las diferentes visiones que coexisten en la sociedad, por ésto, su trabajo siempre está tensionado por las expectativas de la ciudadanía y el ritmo que requiere la maduración suficiente de leyes bien diseñadas para lograr reformas y políticas públicas que mejoren nuestra calidad de vida.
Pero, ¿cuánto sabemos como ciudadanos del funcionamiento del Congreso? ¿cómo se desempeñó el 2011? y ¿ha sido mejor o peor que en años anteriores? Es cierto, el trabajo político tiene un ritmo particular, difícilmente cuantificable, pero el ejercicio de ver el desempeño de esta institución en cifras -y su relación con el Ejecutivo- nos entrega una serie de luces sobre su funcionamiento, y le permite a la sociedad en su conjunto ajustar sus expectativas a los ritmos de una institución que, para realizar bien su misión, no sólo debe actuar con velocidad.
El 2011 ingresaron al Congreso 668 proyectos de Ley, 19% más de los proyectos que fueron presentados el 2010. Dentro de esta batería de proyectos de ley presentados, el Ejecutivo envió cerca del 14%, una cifra similar a la de 2010. En relación a ésto y tal como se observa en el gráfico, la autoría de los proyectos de ley por parte de los Parlamentarios es cada vez más importante, alcanzando desde el 2006 una proporción superior al 80% del total de proyectos ingresados al Congreso anualmente.
El aumento en la cantidad de proyectos presentados por los parlamentarios es una tendencia que muestra cuánto ha variado el trabajo del poder legislativo en los últimos años. En sentido positivo, revela un rol más activo de los legisladores en su acción representativa de la ciudadanía, pues en el diseño y presentación de proyectos de ley estarían ejerciendo el rol de representación de los intereses ciudadanos para los cuales han sido elegidos democráticamente. No obstante, también puede considerarse esta proliferación de mociones parlamentarias una especie de estrategia mediática de los Diputados y Senadores, la cual no necesariamente mejora la producción legislativa. Y en ésto, la respuesta mediática a ciertas coyunturas es una evidencia irrefutable, cuando han estallado temas como la vacancia parlamentaria o la gratuidad de la educación distintos grupos de parlamentarios han presentado proyectos de ley sobre temas en los cuales ya existen proyectos en trámite.

Sin embargo, mayor producción de proyectos no ha significado una mayor publicación de los mismos, por lo que la ‘grasa’ en el Congreso sigue aumentando. En la década de los noventa el promedio de proyectos publicados en relación a los proyectos ingresados fue de un 32%, mientras en la década de 2000 esta relación bajó a un 23%. Tal como se observa en el gráfico, el aumento de proyectos ingresados no ha redundado en mayor publicación de proyectos.

Incluso, en el año 2011 se publicaron 72 proyectos, un 10% menos que el 2010. De ellos, un 65% fue presentado por el Ejecutivo.
¿Qué variable pueden incidir en la publicación de un proyecto de ley? De acuerdo a la información disponible, se pueden establecer ciertas relaciones para indagar en posibles factores que podrían determinar el éxito de un proyecto. En primer lugar, un factor determinante en la velocidad de aprobación de un proyecto de ley es el autor, los proyectos que son presentados por el Ejecutivo demoran menos de la mitad del tiempo de lo que tardan en ser aprobados los proyectos que son presentados por los parlamentarios. Desde 1990, en promedio, un proyecto presentado por el Ejecutivo es aprobado en 13 meses, mientras que los presentados por moción parlamentaria lo hacen en 31 meses.
El Ejecutivo, como sabemos, tiene las urgencias como principal herramienta para apresurar la tramitación de un proyecto de ley. Cuando un proyecto ha tenido ‘discusión inmediata’, su tramitación ha durado, en promedio, casi 6 meses, la mitad que para los proyectos que tuvieron suma urgencia. En el gráfico podemos apreciar que los proyectos que tuvieron urgencia simple demoran, en promedio, más meses en su tramitación que los que no tuvieron urgencias. Para explicar esto podemos plantear dos hipótesis: la primera, que ese tipo de urgencia no es efectiva debido a la prioridad que se le debe dar a los proyectos con suma urgencia y discusión inmediata y, la segunda, que la aplicación de la urgencia simple es sólo un mecanismo político que no tiene efectos reales en la velocidad de tramitación de una ley. Para cualquiera de estas dos explicaciones, se hace necesario revisar este tipo de urgencia como mecanismo para acelerar la tramitación de un proyecto de ley, pues la evidencia no demuestra que esto esté ocurriendo.

Como podemos apreciar en el gráfico a continuación, existe una tendencia que evidencia que las urgencias han sido cada vez menos efectivas, pues los meses de tramitación de los proyectos han ido aumentando a lo largo de los años por cada tipo de urgencia. Por eso, vale la pena preguntarse si ¿debe ser necesaria una revisión de los mecanismos por medio de los cuales el Ejecutivo asigna las urgencias a los proyectos de Ley?

Este balance nos permite apreciar tendencias relevantes que deben examinarse para mejorar la gestión legislativa. Ciertamente, el trabajo político tiene un ritmo especial que requiere que ciertas ideas se instalen, decanten y se asienten en modificaciones institucionales, pero al revisar ciertas tendencias en el largo plazo es posible identificar problemas en algunos mecanismos que pueden hacer más eficiente la tramitación de una ley. Se vuelve necesario, en este sentido, otorgarle a los parlamentarios mecanismos que les permitan acelerar la discusión de sus propios proyectos de Ley, como así también generar incentivos que promuevan la presentación de proyectos de ley que efectivamente se tramiten y no queden ‘durmiendo’ en el Congreso, como a veces sucede en temas relacionados a situaciones mediáticas. Por último, el mecanismo de urgencias, que se ha vuelto cada vez menos importante, debe ser perfeccionado para que la intencionalidad de tramitación de un proyecto de ley sea esclarecida y produzca los efectos deseados.
Se está hablando de reformas institucionales de gran escala, como las modificaciones al sistema binominal, por eso esperamos que estas modificaciones contemplen también una reingeniería de estos procesos, para así fortalecer nuestra democracia con un Congreso capaz de dar respuestas oportunas sin perder su necesario espacio de reflexión, diálogo y generación de acuerdos.
[1] Consideramos la legislatura 2011 como año calendario, con datos recogidos hasta el 12 de diciembre. Para todo el análisis no se consideran los proyectos de acuerdo
Fuente: El Mostrador
El descontento generalizado con la clase política es un lugar común: según la última encuesta Adimark, el Senado tiene un 60% de desaprobación, la Cámara de Diputados un 64%, la Concertación un 71% y la Alianza un 66%. El 70% desaprueba la labor del Gobierno, y un 68% la labor del Presidente: la ciudadanía no está satisfecha con la forma en que se están haciendo las cosas, pero tampoco parece estar haciendo mucho más que quejarse al respecto.
¿Estamos decepcionados de la política y de la democracia? Podríamos decir que sí, pero tanto las demandas de los movimientos sociales por más espacios de participación y democratización, como la adhesión ciudadana que éstos han tenido, nos pueden hacer creer que no, lo que evidentemente es esperanzador.
¿Una nueva ciudadanía? La ciudadanía se realiza en el ejercicio de derechos y en el cumplimiento de deberes. Implica reconocernos como integrantes de una misma comunidad política y, también, adquirir la conciencia de autodeterminación, es decir, que podemos decidir la forma en la que queremos vivir. Pero ello exige que la ciudadanía participe y que exista una institucionalidad que la legitime y sea depositaria de esa participación: en ambos Chile está en deuda.
Está en deuda porque no ha podido generar una institucionalidad plural que incorpore las lógicas del conflicto social, no pudiendo tener un espacio de consenso amplio y representativo. Hasta el momento, una de las propuestas desde la institucionalidad es la inscripción automática y el voto voluntario como mecanismo para fomentar la participación política, una participación que hoy se refleja en las calles y redes sociales, pero no en las urnas. Dicho proyecto de Ley ingresó al Congreso el 1 de diciembre de 2010, y aunque se le puso suma urgencia por el Ejecutivo, éste aún se encuentra en primer trámite constitucional. En el fondo, el proyecto apuesta a que la voluntariedad del voto hará que las propuestas políticas sean más atractivas y, por tanto, se acerquen a las sensibilidades de la ciudadanía.
Ahora bien, así como la institucionalidad está en deuda, sobre la ciudadanía también recaen responsabilidades, y muchas. Como espejo del descontento generalizado, se ha ido acentuando una baja en la participación política: Para las elecciones de 1992 el 88% de la población en edad de votar estaba inscrita en el registro electoral, mientras que en el 2009 esta cifra alcanzó sólo el 68%. Existen más de 5 millones de chilenos que, pudiendo hacerlo, no están votando (sumando los no inscritos y los inscritos que no votaron en la última elección). Y para los jóvenes las cifras de participación son todavía peores, siendo los que hoy están movilizados buscando ser escuchados: si en 1992 el 79% de los jóvenes estaba inscrito en el registro electoral, para el 2009 esta cifra alcanzaba sólo el 23%. ¿Cuánto representa la participación de los jóvenes en el padrón electoral? En 1992 un 30%, el 2009 apenas el 9%.
¿La inscripción automática y el voto voluntario son el mecanismo para revertir esta tendencia? No si los casi 12 millones de chilenos que podríamos votar considera que la política no resuelve sus problemas. Sin embargo, mantenernos al margen del sistema eleccionario no hace más que reforzar la mediocridad de los políticos a los que tanto criticamos desde el costado.
El aumento de la participación política será una consecuencia del definitivo arraigo de una cultura política por parte de la ciudadanía, pues desde ahí será posible presionar para abrir los espacios de participación en las instituciones. Para que esto se logre, y mientras el proyecto se siga discutiendo en el Congreso por probablemente mucho tiempo más, la ciudadanía debe reconquistar la política para sí misma, volver a querer y creer en cambios, y apropiarse de los temas públicos. Para ello, el punto de partida es la base de la participación democrática: el voto, voluntario u obligatorio, automático o después de un trámite, en línea o presencial, da lo mismo. Lo importante es que la desaprobación no se quede en las calles sino que promueva cambios, y haga que nos pasemos a Chile por la urna. Las inscripciones para hacerlo están abiertas hasta el 31 de diciembre: #chilemelopasoporlaurna
Publicación original The Clinic