Por Isidora Tunzi.
Que se aumentaron el sueldo, que de las asignaciones no llegará un peso al bolsillo de los senadores, que las bancadas estaban de acuerdo y que había senadores que no sabían de la solicitud. De todo se ha dicho respecto del aumento de dos millones de pesos en las asignaciones para gastos operacionales de los senadores, sin embargo, la polémica generada en torno al tema no es más que otra muestra de lo mucho que falta por avanzar en materia de transparencia en el Congreso.
Basta con intentar acceder a los informes emitidos por la Comisión de Régimen Interior para darse cuenta de que dichos informes no existen, todo lo que se discute en la comisión es absolutamente privado. Esto, a causa de que no existe la obligación de publicar lo que ahí se acuerda.
No obstante lo anterior, cabe preguntarse ¿por qué hacer privada la distribución de dineros destinados a las funciones parlamentarias? Pareciera no haber razón valida para mantener esa información en secreto, pues el dinero que se les entrega proviene directamente de los bolsillos de cada uno de los ciudadanos, es decir, no es más que justo que se nos informe cuál es el uso que se le da a ese dinero, cuáles son los montos que manejan los parlamentarios para cubrir las distintas responsabilidades que implica el cargo y de no gastarse el total del dinero entregado, qué pasa con lo que sobra.
El diputado Fidel Espinoza decía el 13 de abril que la fiscalización en ambas cámaras, respecto de sus gastos, ha aumentado, que ha existido un avance en esa materia, no obstante, dicha fiscalización es desconocida por los ciudadanos. Está bien que exista control sobre la función parlamentaria, pero como cualquier trabajador del país los parlamentarios deben rendir cuentas ante su empleador y, en este caso, el empleador somos nosotros, la ciudadanía.
El aumento en las asignaciones se justificó argumentando que corresponde a un mejoramiento del trabajo de los senadores en las circunscripciones que representan, pero ¿cómo saber el trabajo que hacen ahí cuando no existen registros de esa labor? Cada mes se destina una semana para que los parlamentarios puedan visitar sus circunscripciones y distritos, sin embargo, no existe registro respecto del trabajo que ahí realizan, cuántos días efectivamente pasan en el distrito o siquiera si en realidad aprovechan esa semana para acercarse a sus votantes y conocer sus demandas.
¿Y QUIÉN FISCALIZA?
El 3 de julio de 2010 se publicó la ley 20.447 que introducía en la Ley Orgánica Constitucional del Congreso Nacional las adecuaciones necesarias para adaptarla a la ley que reformó la Constitución Política. Entre las adecuaciones realizadas, se introdujo un Título VII que se refiere al Consejo Resolutivo de Asignaciones Parlamentarias y al Comité de Auditoría Parlamentaria, siendo el primero quien determinará “el monto, el destino, la reajustabilidad y los criterios de uso de los fondos públicos destinados por cada Cámara a financiar el ejercicio de la función parlamentaria.
Para efectuar dicha labor, el Consejo oirá a las Comisiones de Régimen Interior del Senado y de Régimen Interno de la Cámara de Diputados.” (HL N° 20.447). Por otro lado, el Art. 66° A de la misma ley, señala que“El Comité de Auditoría Parlamentaria será un servicio común del Congreso Nacional y estará encargado de controlar el uso de los fondos públicos destinados a financiar el ejercicio de la función parlamentaria y de revisar las auditorías que el Senado, la Cámara de Diputados y la Biblioteca del Congreso Nacional efectúen de sus gastos institucionales.” (HL N° 20.447).
Si bien la ley se refiere al proceso de fiscalización y las medidas a tomar en caso de que existan deficiencias en la forma en que se utilizan los recursos, no existe referencia alguna a hacer público ni los datos recolectados ni los resultados de esa fiscalización, sólo respecto de las determinaciones que tomen las comisiones de Ética de cada una de las cámaras una vez que reciban el informe del Comité.
La transparencia y la consecuencia siempre serán valoradas por los votantes y la sociedad en su conjunto, por eso es que las controversias y declaraciones cruzadas entre parlamentarios no hacen más que aumentar la percepción negativa que se tiene del trabajo parlamentario. Si se hubiese informado a tiempo de la intención de aumentar las asignaciones, así como también se hubiese explicado porqué era necesaria y a qué se destinaría dicha asignación, se hubiese generado un debate pausado e informado y no se hubiera provocado una reacción negativa de antemano.
Por José Francisco García.
Pronto comenzará a discutirse en la agenda pública la regulación del lobby –el Gobierno ha anunciado que enviará un proyecto de ley al Congreso Nacional este primer semestre–. Como sabemos, la discusión en Chile se ha basado en el modelo norteamericano; aunque en realidad, sólo ha mirado uno de los cuerpos legales: la Lobbying Disclosure Act(LDA) de 1995y sus modificaciones posteriores. Con todo, existe una serie de diferencias relevantes qué considerar al mirar, al norteamericano, como modelo.
En primer lugar, existen otros estatutos jurídicos complementarios a la LDA en Estados Unidos que regulan, o más bien, sobre-regulan a nuestro juicio, distintos aspectos de esta figura: la Foreign Agents Registration Act (para Gobiernos y empresas extranjeras), las reglas sobre tarifas de contingencia, restricciones a funcionarios públicos, las Reglas Éticas de la Cámara de Representantes y el Senado, entre otras.
Ello no sólo hace que la legislación norteamericana, sea una de las más restrictivas en el derecho comparado; sino queesta exhaustividad regulatoria llega a límites tan absurdos como el establecimiento de criterios objetivos de lo que debe entenderse por “amistad” en el contexto de la regulación sobre “regalos”.
Adicionalmente, la legislación norteamericana no es un buen modelo si se considera que el proceso de formación de la ley en ambos países es distinto.
Si bien en ambos existen Ejecutivos fuertes, el chileno cuenta con enormes potestades legislativas, por ejemplo, iniciativa exclusiva en diversas materias económicas y sociales (que requiere comprometer gasto público), amplio veto presidencial y el respeto a las ideas matrices de un proyecto de ley como límite a las enmiendas que se pueden presentar.
En el origen del presidencialismo, por ejemplo, la iniciativa legislativa exclusiva no es obvia. Si se acude al régimen presidencial más clásico, el norteamericano, construido sobre las bases diseñadas por Madison, Hamilton y Jay en El Federalista; la idea de iniciativa exclusiva presidencial no tiene asidero. No es por mero azar que la sección 1 del artículo I de la Constitución norteamericana le entregue “todos los poderes legislativos aquí consagrados” al Congreso.
Asimismo, para los parlamentarios chilenos, a diferencia de sus pares americanos, es bastante más costoso “vender” beneficios o ser “capturados” por los grupos de interés. Ello, gracias al proceso de formación de ley establecido en nuestro diseño constitucional. En efecto, la presión de los grupos de interés, debe considerar, además de las dos cámaras del Congreso (y las Comisiones que intervengan); al Presidente de la República y sus amplias facultades legislativas (desde la iniciativa exclusiva en algunas materias como el veto presidencial al final del proceso), y también al Tribunal Constitucional (tanto si se trata del control preventivo obligatorio respecto de algunas materias o a requerimiento parlamentario, como a posteriori, vía requerimiento de inaplicabilidad).
En el proceso de formación de la ley norteamericana, las cortapisas institucionales tienen una intensidad menor (en términos del rol del Ejecutivo y la Corte Suprema) y el poder del Congreso es mayor. Ello explica el surgimiento de la figura del logrolling como fenómeno central de este proceso, esto es, el intercambio de votos entre parlamentarios por la vía de introducir indicaciones de otros parlamentarios en un determinado proyecto de ley (bill) o asegurar el apoyo en otros proyectos.
Por otra parte, también encontramos otras críticas a la LDA que encontramos en la literatura especializada norteamericana y que conviene tener presente. A las objeciones tradicionales que se le hacen a las normas de divulgación obligatoria como el de la LDA, que implica la existencia de costos administrativos en tiempo y recursos para mantener registros y completar los formularios exigidos y las potenciales lesiones a los derechos de la Primera Enmienda (libertad de expresión); se suma una que les parece más atendible: el problema del volumen de información. Así, mayor cantidad de información podría no tener un correlato en la audiencia, ni el interés o la habilidad de estos para procesar dicha información, estableciendo vínculos relevantes y sacando conclusiones útiles. Con todo, para diversos autores, la existencia de grupos y organizaciones que sean vigilantes (watchdog), pueden transformarse en parte de la solución, al ser ellos quienes operen de intermediarios entre la información y las “pistas” o “piezas” de información relevantes para el público.
Bajo este contexto, es de esperar que el debate chileno pondere adecuadamente el tipo de instrumentos regulatorios adecuados para abordar el lobby en nuestro país. La legislación norteamericana, no parece ser el modelo adecuado.
Por Rocío Palma | Comunicaciones FCI.
El 10 de febrero del 2007, se puso en marcha el plan de transporte urbano de la capital que se venía planeando desde el 2002, el famoso Transantiago. Con el inicio de este sistema, muchos santiaguinos quedaron disconformes con sus recorridos, frecuencias y tarifas. En ese momento comenzaron las críticas que algunos usuarios mantienen hasta hoy.
Desde su inauguración a la fecha, se han inyectado recursos para mejorar un sistema que desde sus inicios ha tenido detractores y adherentes, y durante estos años millones de pesos se han invertido en el Transantiago.
A través de la aplicación accesointeligente.org de la Fundación Ciudadano Inteligente, se envió la pregunta ¿Cuánto ha gastado el Estado, desde el 2007 al 2011, para mejorar los problemas del Transantiago?, que fue respondida por el Ministerio de Transportes.
Hasta diciembre del año pasado, el sistema se había financiado tanto por aportes de los usuarios al pagar el transporte público y también por una serie de aportes del Estado. Dentro de ellos se encuentran los aportes fiscales directos al sistema que fueron de $1.433.168.644.589
Este aporte se separó en Aporte fiscal Ley N°20.206 No reembolsable 2007 que fue de $52 millones, Aporte fiscal Ley N°20.206 reembolsable 2007 de $98.800.000, fondos 1% Constitucional 2009 de $249.350.774.000, fondos 2% Constitucional 2008 de $191.322.693.673 y fondos subsidio Ley N°20.387 de $841.695.176.916.
Además de los aportes fiscales entregados previamente, también se deben incluir los saldos de crédito obtenidos para el Sistema de Transporte Público, entregados por el Fisco que fueron de $213.371.491.866.
Este monto se dividió en pago al BECH por un crédito suscrito el 3 de enero del 2008 que fue de $88.976.980.623 y un pago al BID por el préstamo N°1978/OC-CH de $124.394.511.243.
En relación a las subvenciones que se le realizaron durante este período a las empresas del Transantiago, es importante mencionar que aquellos subsidios o aportes al sistema, no son posibles de determinar, pues eso es responsabilidad de cada concesionario de uso de las vías o el Administrador Financiero del Transantiago (AFT).
Por Víctor Jaque Orellana.
Siempre que conversaba con un viejo amigo, salía a flote la historia de una candidata del partido socialista que llegaba en época de campaña a la población donde aún vive parte de su familia recordando que ella “era del pueblo”, aunque lo hacía desde su 4×4, con un abrigo largo, rodeada de guardaespaldas, buenos autos y muchos, muchos regalos para la gente. Ahora, que hace unos días se destrabó lo que para unos es una de las más importantes reformas al sistema político, esa historia me hace mucho más sentido que antes. Quizás no por lo trascendental del “cambio” (discutible por lo demás, si recordamos que el sistema binominal se mantiene igual), sino por un detalle que ayuda bastante en política y sobretodo en período electoral: el dinero.
Para el espectro político en general era un negocio redondo que todo se mantuviera tal y como estaba hasta hace poco. Muchos tienen un universo de votantes cautivos, conocen la zona, tienen una red de contactos y poseen una cantidad de adherentes (casi “soldados electorales”) importante prestos a colaborar en los “puerta a puerta”, repartiendo afiches o cuidando las palomas aquellas en época de elecciones.
¿Qué los llevó a cambiar de parecer? Antonio Leal postula que la inscripción automática y el voto voluntario “(…) permite rejuvenecer un padrón electoral envejecido, aumentar en cuatro millones y medio el número de inscritos, crear una mayor incertidumbre en el voto y, sobretodo, porque obliga a los partidos a considerar a los jóvenes como parte de sus propuestas (…)”[1] OK, de acuerdo, pero ¿se puede crear incertidumbre cuando dos candidatos de veredas opuestas tienen presupuestos sideralmente diferentes para hacer campaña? ¿los partidos considerarán a los jóvenes cuando el candidato que asegure la cuota de poder sea el que no los representa? ¿De verdad ayuda que se incorporen más votantes, cuando lo más probable es que muchas de las elecciones de candidatos sean hechas aún “a dedo”?
En un año de despertar social como este había que dar una señal, a lo mejor calculada para no afectar mayormente el statu quo existente, pero que fuera rimbombante. Pasó igual que con la “Constitución Lagos”: una serie de reformas a nuestra carta fundamental que con el paso del tiempo varios postulan que fueron menores, pero que en el momento daba la impresión de un cambio importante.
Sin duda que el problema es mucho más de fondo, partiendo por el sistema binominal que convenientemente muchos ayudan a perpetuar (basta averiguar cuántos parlamentarios llevan dos o más períodos en el edificio de Valparaíso). Se trata en el fondo del cómo luchas contra un candidato que tiene el suficiente dinero para hacer un despliegue territorial mucho mejor que el tuyo, cómo logras traspasar tu concepción de sociedad justa al elector si otro candidato le paga la cuenta de la luz a toda una población, cómo demuestras tu preocupación genuina si otro candidato llega con un equipo de oftalmólogos para entregarle lentes a los abuelitos de la villa.
Lo más terrible, es que hay candidatos que lo logran a pesar de todo pero no llegan al Congreso, mientras hay otros que no se interesan en cuestionar el sistema, porque puede que no hagan nada, pero llegan igual al hemiciclo.
Debo reconocer que soy un tipo desconfiado de la política, pero aún así hice la fila para inscribirme en el registro electoral (de eso ya algunos años), hago la tediosa fila en mi mesa para votar y miro de reojo si falta algún vocal para que no me “designen”. Al final, siempre recuerdo a un profesor universitario que una vez me dijo que la política “debe ser arte de los acuerdos y no el arte de ponerse de acuerdo”.
[1] http://www.antonioleal.cl/2011/12/26/inscripcion-automatica-%C2%BFcambio-estadistico-o-politico/#.Tvkqj0OWzSQ.twitter
Por Francisco Luco.
Como si el fraude de La Polar, el cartel de las farmacias, el de los buses y la recientemente denunciada colusión de productores de pollos no bastaran, a fines de la semana pasada tuvimos la oportunidad de enterarnos, por medio de la prensa, de una particular diligencia judicial practicada en las oficinas centrales de cuatro supermercados, sin que tuviéramos oportunidad de conocer en detalle los fundamentos detrás de esta mediática acción. Sin embargo, ya todos parecemos sospechar la dirección en que tal situación apunta.
Todos estos fraudes a la fe pública y el mercado configuran un peculiar panorama que no deja de llamar la atención, si es contrastado con aquella mítica pero manoseada frase de antaño: “hay que dejar que las instituciones funcionen”.
He oído a más de algún político y analista vanagloriarse de que, ya que la intervención judicial en estos casos acontece tan pronto como los mismos son develados, nos enfrentaríamos a una irrefutable muestra de la eficiencia (o al menos suficiencia) con que nuestras instituciones operan. Sin embargo, dicha actitud autocomplaciente deja de tener sentido cuando nos preguntamos siquiera cómo es posible que en un país que se jacta de su estabilidad política, económica y social, puedan gestarse estas verdaderas mafias económicas durante años, a vista y paciencia de tantos (inclúyanse aquí tanto órganos públicos como actores privados).
Moviéndonos al vergonzoso caso de los productores de pollo, tuvo que transcurrir una década para que la FNE acusara. Luego, uno cuenta con el legítimo derecho de preguntarse si la tardía reacción de las autoridades para detectar estos delitos se debe a una falta de empeño y una debida diligencia en el ejercicio de sus funciones, a la falta de recursos o a la maestría con que los grandes actores del mercado han dominado las artes del fraude económico, que les permitirían camuflarse como verdaderos tigres en la jungla, sabiendo cuándo ocultarse y cuándo asechar a sus presas (aunque eventualmente terminen siendo cazados más tarde que temprano, no sin antes haberse engullido unos cuantos millones de ciervos).
Yendo ahora al caso de los supermercados, podría cuestionarse, incluso, cómo es posible tamaña falta de sentido común, cuando cualquier cristiano que durante años haya salido de su vivienda a comprar víveres podría dar fe de que los precios en los supermercados A, B y C suelen ser bastante similares (por decir lo menos), a pesar de la existencia de irrisorios ganchos comerciales del tipo “si B lo tiene más barato, le devolvemos su dinero”. Y si bien es cierto que el caso particular de los supermercados todavía permanece bajo un manto de dudas, tampoco sería de extrañar que en este sector comercial igualmente existiese un nuevo equipo de directivos ganadores que decidieron fraguar alguna forma de robo masivo.
Tampoco es menos cierto que todos nos comenzamos a sentir generales después de la batalla, con diputados indignándose, calificando de “tremendamente grave” la situación y gente diciendo implícitamente con sus miradas acusadoras “ya lo decía yo”; lo reconozco. Sin embargo, mientras tal actitud se limite a analistas, periodistas y comentaristas de pasillo, no creo que haya razón para alarmarse.
En cambio, a los funcionarios de la Administración, integrantes del poder judicial y legisladores se les exige más. Uno parte de la base –cierta o no– de que las personas instaladas en el Estado son las más capacitadas y competentes para el ejercicio de su cargo, y por ello es que se les pide, con justicia, que sean generales no sólo después, sino antes y durante la batalla. De lo contrario, nuestro aparentemente saludable y atrayente mercado decantará por un despeñadero sin precedentes.
Rentabilizando el incumplimiento de la ley
A pesar de lo anterior, creo que lo verdaderamente interesante es cómo todos estos casos de falsificación de cifras, colusión y otros –aún por probarse– delitos económicos configuran un sombrío panorama mayor; panorama que, extrañamente, no suscita más atención que las minucias que la prensa suele poner de relieve, como el decreto de prisión preventiva para Alcalde y compañía (entretenido para efectos de la galería, irrelevante para arribar a axiomas jurídicos y económicos que impidan la ocurrencia de estos eventos a futuro) o las relaciones de parentesco entre determinadas personas (como si este hecho por sí solo constituyera delito alguno).
Este panorama mayor al que hago alusión se refiere a la existencia en Chile de una verdadera cultura corporativa que atañe a lo que podríamos denominar “derecho a la desobediencia”, es decir, la posibilidad de que integrantes de directorios, presidentes ejecutivos y gerentes de grandes empresas contemplen el ser sancionados, y no obstante ello opten finalmente por infringir la norma en pos de generar algún cuantioso aumento de patrimonio. En pocas palabras se trata de un simple cálculo de rentabilidad: si se puede desobedecer la ley, asumiendo primero que no se va a ser descubierto, y luego –en caso de serlo– que resulta más plausible pagar una multa frente a las ganancias obtenidas previamente, entonces el costo es bajo y el plan debe ponerse en marcha de igual forma.
Jugando a la especulación mezclada con un poco de sociología, podría aseverar casi con una certeza religiosa que lo que se ha venido descubriendo durante los últimos tres años es apenas la punta del iceberg. Ese iluso e ingenuo concepto del “mercado perfecto” –más cerca de las quimeras y la teoría económica que de nuestro ordenamiento jurídico-económico en particular y sus componentes– no sólo no existe, sino que se ha visto desplazado por un mercado que podría calificarse, más que imperfecto, como aberrante; un mercado en donde, con seguridad, muchas más industrias de las que creemos cuentan en su haber con algún caso de colusión. ¿O a nadie le ha llamado la atención que las empresas del retail mantengan en la mayor parte de su oferta exactamente los mismos precios? Así, se podría vaticinar sin esfuerzo que durante los próximos años, casos como estos y salidos de los más diversos sectores del comercio seguirán aflorando.
Si estas situaciones recién salen a la luz y pueden desarrollarse con la total confianza y despreocupación de sus gestores durante años, pareciera entonces que definitivamente las instituciones no funcionan, o al menos Chile no es la sólida república camino al desarrollo que todos creíamos que era. El papelón vivido durante las horas siguientes al 27-F ya nos dejó en evidencia, desmitificando el absurdo de “los jaguares de Sudamérica”. Ahora, la existencia de un mercado en donde los jugadores grandes parecieran hacer lo que quieren, hace lo suyo poniendo en tela de juicio una vez más un conjunto de lugares comunes que ya todos estábamos dando por cierto y que nos mantenía tranquilos.
Por último, no quiero dejar de constatar que en la elaboración de esta diatriba no existe ánimo alguno de criticar la posición de uno u otro sector político, sino de más bien poner énfasis en cómo un sistema económico enfermo, más allá de las consideraciones políticas, traba el emprendimiento, limita la innovación y, en general, coarta la entrada de nuevos actores a los distintos sectores de la industria y el comercio, gestándose un verdadero oligopolio que al final sólo deriva en una tranca al desarrollo del mercado y, por extensión, al desarrollo de nuestro país.
Por José Francisco García.
Imaginemos la siguiente escena: los distintos Presidentes de los partidos políticos chilenos reunidos en La Moneda celebrando que el Presidente le pone urgencia a un proyecto de ley que entrega financiamiento estatal permanente (gastos corrientes; no gastos electorales que ya están regulados en la Ley N° 19.884 de 2003) a dichas asociaciones. Imaginemos ahora una diferente: la conferencia de prensa del Presidente de uno de los principales partidos del país anunciando su quiebra y disolución, dado que no cuenta con los recursos para hacer frente a las deudas contraídas, que superan varios millones de dólares. Ambas escenas nos obligan a reflexionar seriamente sobre esta iniciativa que avanza entre los dirigentes políticos a una velocidad superior a los argumentos que la sustentan.
Los partidarios del financiamiento estatal de la política –que tienen la carga de la prueba y que ya obtuvieron en 2003 una ley de financiamiento de campañas electorales–, suelen esgrimir que se trata de una iniciativa anti-corrupción: el dinero privado abre el camino al tráfico de influencias y al lobby; y pro-democracia: se trata de un piso mínimo que garantizaría el pluralismo político y la igualdad de oportunidades.
Los detractores, por su parte, suelen argumentar que las encuestas son categóricas en la materia: los chilenos están mayoritariamente en contra de esta iniciativa (niveles superiores al 80%). Asimismo, al ser los recursos públicos escasos, deben ser utilizados en áreas prioritarias de la política social. Encontramos adicionalmente uno pragmático: nos sobre-poblaríamos de partidos que sólo nacerían amparados bajo el financiamiento estatal. Estos argumentos –en plena época de reconstrucción– parecen imbatibles; pero simples para una carrera de largo aliento.
¿Cuál es la razón de fondo que impide que algunos partidos políticos no consigan recursos en la sociedad civil? ¿Por qué organizaciones culturales y sociales compiten por los aportes privados y son más exitosos que algunos partidos –incluso sin una ley de donaciones–? Una mirada de libre competencia nos diría que se trata simplemente de malas ideas, de ofertas poco atractivas para los chilenos, al menos bajo el actual envoltorio. Podrían existir, por cierto, problemas organizacionales que impidan a un partido llegar a potenciales contribuyentes, ¿pero puede ser cierto ante las nuevas tecnologías?
Podríamos estar ante genuinos bienes públicos que el mercado privado no financiará y ello obliga a la acción estatal. Pero en este caso ¿cuáles son esos bienes públicos que están en juego y que proveen los partidos en los periodos no electorales? Algunos los vinculan –y han propuesto subsidiar– a las cuotas de militantes, talleres de debate político, o la preparación de dirigentes jóvenes o candidatos. Atendible. Probablemente tenga sentido financiar ciertos aspectos estructurales de los partidos y del sistema político: mecanismos de democracia interna (elecciones de directiva o primarias) o un staff parlamentario.
Pero incluso pequeñas dosis de financiamiento público pueden premiar estructuras de gobierno corporativo ineficientes que además tenderían aún más a limitar la renovación política; cuestión paradójica, porque esta tiene mayores oportunidades de revivir una oferta programática en declive y ser, entonces, más competitiva para captar recursos y voluntades de la sociedad civil.
Por Juan José Soto
¿Hasta que punto, hoy en Chile, el dinero de las empresas está afectando las decisiones del ejecutivo y el parlamento?. Ya son muchas las ocasiones en las cuales hemos visto como políticas ampliamente aceptadas por expertos y ciudadanos, entran al Congreso, y algo ocurre ahí dentro, que la política que congregaba elogios transversales, no sale, o bien sale muy menguada
Si su empresa de celular, su isapre, su afp, su banco, su supermercado, su multitienda, su proveedor de electricidad, etc. no financiaran la política en Chile, ¿entonces quién?
Luego de la caída de Lehman Brothers y la explosión de la crisis subprime, diversos analistas se volcaron a estudiar que falló, como fue posible que los reguladores del mercado financiero, congresistas, y diversos eslabones de la cadena de control no hubiesen previsto lo que venía y llevado a una crisis de tal magnitud. Hay coincidencia en que fue una falla multisistémica, pero entre las causas, una salió a relucir ante la opinión de los expertos y la opinión pública en general; ¿cuanto influyeron las donaciones a campañas políticas en la laxitud de los reguladores y la generación de leyes que hubiesen podido evitar esta situación?.
De las empresas originarias de la crisis subprime, 25 de ellas, incluyendo JPMorgan, Citigroup y Goldman Sachs, gastaron alrededor de $375 millones de dólares en la primera década de este siglo, entre lobby y donaciones a las campañas políticas de demócratas y republicanos. Sólo el sector financiero estadounidense ha donado a la política alrededor de 2.2 billones de dólares entre el año 2000 y 2010. Hoy la pregunta que todos se hacen, es como están afectando estas donaciones en la calidad de las políticas públicas estadounidenses. A partir de la experiencia de la crisis subprime, las criticas sobre el efecto del dinero en la política arrecian.
¿Y cómo estamos en Chile?, mal, muy mal. Si quisiéramos estimar, al igual que en Estados Unidos, cuanto ha donado el sector financiero a la clase política criolla, no existe manera de llegar a esa información. La legislación chilena permite que gran parte de los aportes sean anónimos o reservados, y un gran porcentaje de los aportes, van por fuera del Servicio electoral, haciendo imposible su seguimiento. Lo anterior, impide que los ciudadanos sepamos quienes están financiando a nuestros parlamentarios, sembrando la duda, y cubriendo con un oscuro velo la manera en la cual parlamentarios y partidos políticos pagan sus campañas y las cuentas para su funcionamiento.
¿Hasta que punto, hoy en Chile, el dinero de las empresas está afectando las decisiones del ejecutivo y el parlamento?. Ya son muchas las ocasiones en las cuales hemos visto como políticas ampliamente aceptadas por expertos y ciudadanos, entran al Congreso, y algo ocurre ahí dentro, que la política que congregaba elogios transversales, no sale, o bien sale muy menguada. El impacto que esta situación está teniendo sobre los ciudadanos, es imposible de medir, no existen fuentes públicas a las cuales hechar mano, para exigir a parlamentarios que podrían verse influenciados por donaciones electorales, que se abstengan de legislar sobre materias donde podrían existir claros conflictos de interés. Sin embargo, si se puede coligar, que una centena de millones de dólares donados a la política en Chile, no son nada comparado con los miles de millones de dólares que los consumidores pierden, debido a una influencia incorrecta de ciertos sectores económicos sobre la regulación que los afecta, distorsionando las leyes del libre mercado.
El dinero en la política, es un ácido altamente corrosivo, peor aún cuando proviene de empresas e individuos que dependen de ciertas decisiones del Congreso y el Gobierno para mantener privilegios que, o bien cierran el mercado a nuevos competidores, les permiten ganancias extraordinarias, o simplemente desnivelan el terreno de juego a favor de quienes son capaces de influir económicamente sobre la elite política.
Los grandes contribuyentes de dinero a las campañas políticas deben ser desterrados, el sistema actual está distorsionado, crea una enorme asimetría entre la presión que pueden hacer los intereses de la ciudadanía sobre nuestras autoridades y la capacidad de presión de unos pocos particulares que se ven beneficiados por políticas determinadas. Chile necesita urgente de varias reformas políticas, que el viento sobre la superficie, no nos impida ver el fangoso fondo de un sistema de financiamiento político que en el largo plazo, está afectando gravemente la calidad de vida de los chilenos.