Por Francisco Luco.
Con el apogeo en los últimos años de colectivos como Wikileaks, Anonymous y Lulz Security, la información más reservada, sea que se encuentre custodiada por el gobierno o algún ente privado, se encuentra al alcance de la mano de cualquiera y tan accesible como las informaciones tradicionales que entregaría un medio de prensa convencional.
Si bien es cierto que estas agrupaciones mantienen algunas diferencias sustanciales entre ellas, existe asimismo una serie de rasgos comunes y visión compartida que les ha permitido en más de alguna ocasión trabajar en conjunto.
Sin embargo, el problema que aparece con el apogeo del acceso a la información, la proliferación de este tipo de colectivos y el trabajo llevado a cabo, es que la barrera que separa entre la legitimidad para conocer de los datos públicos y lo que de plano podríamos calificar como un robo de información o vandalismo digital, se vuelve cada vez más difusa.
Hace sólo un par de semanas el FBI informaba que, gracias a antecedentes provistos por el propio líder de Lulz Security, Héctor Xavier Monsegur, alias Sabu (quien había sido arrestado a mediados de 2011), cinco de sus compañeros de fechorías fueron detenidos.
Desde luego la actitud del informante fue calificada en círculos virtuales como una de las más deleznables que puedan verse en el entorno del llamado “hacktivismo“. En efecto, esta clase de perfidia no suele ser el espíritu general que se aprecia en comunidades tan grandes como las mencionadas; las que, en cambio, se caracterizan –suponemos– por valores como la lealtad o la existencia de alguna consigna contra un enemigo común que no admite debilidades, quebrantamientos ni divisiones.
Miles de usuarios anónimos se lanzaron en picada a las secciones de comentarios en blogs de habla inglesa e hispana, desatando su odio y dejando entrever que Héctor Xavier Monsegur merecía las penas del infierno por haber proporcionado al FBI la información que —se espera— ayudará a dar un término más o menos definitivo a la historia de esta organización. Pero lo interesante es que no se trató de una actitud de reproche que se limitara a hacktivistas o hackers; por el contrario, se generó una especie de sentimiento comunitario y de empatía que se extendía a cualquier usuario de Internet que se preciara de ser amante de la tecnología y la libertad de información.
El problema sobre el que no muchos se habían detenido a pensar, sin embargo, es que (a riesgo de decir algo que de políticamente correcto nada tiene) en el caso particular de Lulz Security nos enfrentamos a una organización que parece estar mucho más cercana a la criminalidad cibernética que a una legítima lucha por el acceso a la información. Después de todo, no podemos ni debemos perder de vista que fue Lulz Security la organización que se vanaglorió de, por ejemplo, haber robado en 2011 cientos de miles de nombres de usuario, contraseñas y números de tarjeta de crédito de la base de datos de Sony.
Ahora, ¿cuál es el bien al que aspiramos o el beneficio que la comunidad obtiene cuando un grupo de hackers (sí, sabemos que el sentido original de esta palabra dista bastante del que se utiliza hoy en día, pero sencillamente nos acoplaremos a la convención) se dedica a robar datos que, además, podrán ser utilizados posteriormente para fines aún menos loables?
Un caso menos extremo, pero igualmente ilustrativo, es la última hazaña de Wikileaks, la que, en asociación con Anonymous, se hizo de nada menos que cinco millones de correos electrónicos pertenecientes a la firma privada de análisis Strategic Forecasting, una serie de datos que fueron derechamente robados por Anonymous (ente cuya supuesta falta de jerarquía y organización difícilmente puede ser sostenida hoy en día) el pasado mes de diciembre.
Como explican los medios de prensa, empero, ésta no fue la primera oportunidad en que Wikileaks filtra información que reviste el carácter de privado en vez de público. Y no puede dejarse pasar lo relevante que es diferenciar entre una cosa y la otra.
Asumiendo que –al menos desde un punto de vista formal– el acceso a la información pública que ostenta el gobierno –cuya obtención no ha sido autorizada– reviste cierta ilegitimidad, se subentiende que prima, no obstante lo anterior, una suerte de legitimidad material: la de los gobernados por conocer la verdad deliberadamente ocultada (y no pocas veces tergiversada) en manos de quienes han sido democráticamente elegidos.
El caso de Stratfor, sin embargo, es distinto. Se trata de informes de análisis que, si bien versan sobre temas globales y tan importantes como la seguridad nacional y prospecciones socio-económicas, a fin de cuentas han sido encargados en un ámbito de competencia amparado por la intimidad y privacidad que merece cualquier relación laboral o de prestación de servicios. Poca diferencia hay, entonces, entre este caso y la intrusión en la casa de un vecino para revisar su correspondencia y obtener información que lista y llanamente no reviste el carácter de público, por muy interesante que aparezca.
Arrogándose una legitimidad que nadie les ha concedido, grupos como Anonymous, que aparentan jugar el papel de alguna clase de partisanos de la nueva era digital y asumir con más seriedad de la necesaria el rol de V en la novela gráfica de Alan Moore y David Lloyd, saltan de sitio en sitio dedicándose no sólo a botar servidores, sino a conseguir información que poco o nada tiene que ver con lo que las sociedades del siglo XXI necesitan.
Desde luego esta falta de legitimidad política o social se ve suplida por la ostentación de un poder casi incontrarrestable: el del conocimiento técnico requerido para dejar en ridículo a las agencias de seguridad de Estados Unidos y los órganos de seguridad de las distintas multinacionales cuya información ha sido robada con la misma facilidad que se le quita un dulce a un bebé. Se trata de pseudo-héroes que por el poder que se han conferido a sí mismos, pueden permitirse el lujo de transgredir normas y obrar en provecho propio. Luego, como en ese clásico argumento dramático (al borde del cliché) del que se han valido algunas historias de ficción, la que parece escribirse acá es la de una legión de rebeldes que, intentando derrocar al gobierno represivo de turno, termina convirtiéndose en un régimen fascista igual o peor que el saliente. O por decirlo de una manera más simple, el remedio termina siendo peor que la enfermedad.
En este momento los ojos ciudadanos miran con escepticismo, sobre todo después de las agitaciones sociales que se han verificado en los últimos años, las acciones y omisiones de los gobiernos. Sin embargo, una visión auténticamente crítica debe pregonarse no sólo respecto de determinados grupos de personas, sino como actitud y casi filosofía de vida; de lo contrario, sencillamente no podemos clamar por libertad. Y es que, como afirmaba el escritor argentino José Pablo Feinmann, “no hay libertad si no está alimentada por la crítica”.
Es importante tener las cosas claras, pues se supone que la luz al final del túnel es una democracia representativa más justa, abierta y transparente, y no una especie de anarquía épica con ribetes de romanticismo, como las que suelen mostrar historias tipo V for Vendetta.
Por Francisco Luco
A mediados de enero Apple anunció sorpresivamente un conjunto de tres nuevas herramientas de software, las que permiten asignar a la tecnología un tremendo valor como agente de cambio en el campo de la educación: iBooks 2 –una plataforma de distribución de libros electrónicos que podría eventualmente desplazar a los textos educativos tradicionales–, iBooks Author –una aplicación que permite a cualquier persona desarrollar su propio texto educativo electrónico– y iTunes U –una aplicación para iPad, iPhone y iPod Touch que pretende acercar a los usuarios una serie de contenidos académicos puestos a disposición por las más prestigiosas universidades del mundo–.
Mientras tanto, en nuestras provincianas y todavía pacíficas latitudes –al menos hasta que verdaderamente comience el año en marzo–, la relativa calma del escenario social y político augura con efectividad lo que todos prevemos que sucederá una vez que el grueso de la población haya dado término a sus días de reposo. Es una pasividad que augura lo evidente e inevitable; la calma antes de esa tormenta que prontamente se dejará caer y que podremos denominar “Revolución (?) Educativa: Parte II”. Una revolución que implicará, está claro, que actores políticos y sociales salgan a las calles a vociferar por una mejor educación. Podemos prever que será un período de conmoción y agitación que, como varios dirigentes ya auguraban el año pasado, probablemente sea de igual o incluso mayor magnitud que lo ya visto en meses previos.
Sin embargo, ¿qué clase de delirio podría hallar una coherencia entre la –digamos merecida– holgazanería de que muchos disfrutan en estas semanas, las futuras movilizaciones “por la educación” y lo anunciado hace un mes por el gigante informático de Cupertino? ¿Qué tiene que ver una cosa con otra? Mucho, a decir verdad.
Cuando uno evoca el concepto “Internet”, probablemente el primer impulso de muchos chilenos sea pensar en un portal blanco y azul plagado de chismes, mini juegos y otras frivolidades, en el cual suelen desperdiciar una excesiva cantidad de horas (estadísticas a mano no tengo, pero tampoco podemos ser tan cínicos como para negar que cada vez que una secretaria, estudiante, empleado de oficina o funcionario cualquiera está mirando con atención y suma concentración una pantalla sobre su escritorio, al observar la misma comprobaremos que está conectado a Facebook).
Por otra parte, a la hora de mirar el historial de navegación de esos mismos computadores en la oficina o en la universidad, comprobaremos que ya varios han visitado, entre otros sitios afines, el diario de circulación nacional por excelencia si lo que deseamos es informarnos de las banalidades del mundo de la farándula (ustedes me entienden).
Por último, si tomamos el smartphone de cualquier conocido, probablemente nos encontremos con un cuantioso surtido de contenidos fútiles, entre aplicaciones que, sí, a veces entretienen y sanamente distraen, pero que en exceso sólo contribuyen a perder el tiempo y a desaprovechar la tremenda utilidad que un computador en la palma de nuestra mano verdaderamente puede aportar.
La deprimente conclusión que podemos sacar a partir de esto es, entonces, que Internet y la tecnología en general (el computador personal, teléfonos inteligentes y todo lo demás) hoy parecen adolecer del mismo problema que presentó y aún presenta la televisión: involucionar, aunque sea por causas externas, de un medio concebido para entretener, informar y educar a uno que sólo pareciera concentrarse en lo primero (aún cuando en el caso de Internet, y a diferencia de la televisión, buena parte del problema no sea atribuible a los proveedores de contenidos, sino a los consumidores.)
En esta interesante entrevista a Isaac Asimov, realizada en 1988, el visionario y genial escritor fue capaz de vaticinar con optimismo y acierto cómo en el futuro cada hogar contaría con una computadora conectada a bibliotecas universales, de manera que podríamos acceder todos a una cantidad de información ilimitada. Así, nos veríamos enfrentados a lo que él describió como una verdadera revolución educativa.
Esa revolución permitiría, sin llegar al extremo de abolir la escuela, que cada persona adquiriera conocimientos desde su más tierna infancia, guiándose por su propia vocación y a su propio ritmo. Era una oportunidad, creía Asimov, para despojar al concepto “educación” de connotaciones absurdas y nefastas, como que se trata de un proceso para niños y jóvenes, que se inicia con el ingreso al sistema educativo obligatorio y que acaba una vez que se egresa de él para adentrarse en el mundo laboral. La tecnología, y más precisamente Internet, eran una oportunidad –observen el optimismo de Asimov– para que la adquisición de conocimiento no resultara aburrida porque alguien la impone en un salón, sino para que fuera, en su lugar, interesante y deseada por todos.
Sin embargo, las aspiraciones antes aludidas parecen chocar estrepitosamente con la triste realidad. En un contexto en que la televisión abierta atraviesa una decadencia impresentable e innegable, Internet parecía ser la salvación. Pero lamentablemente no parece ser el caso.
Incluso Steve Jobs, el hombre cuyas ideas y trabajo constituyeron la piedra angular sobre la que se cimentó el imperio de Apple, dijo en una entrevista a mediados de los 90:
“La gente está pensando menos de lo que solía hacer. Eso es principalmente por la televisión. La gente está leyendo menos y están ciertamente pensando menos. Así es que no veo a la mayoría de la gente usando la red para obtener más información.”
Con esto no pretendo decir que Asimov se equivocó y que su visión optimista se vio sepultada por la visión más sombría de otro hombre que al final sí acertó, mientras el mundo se dirige a un pozo sin fondo. Esto lo preciso porque, en cierta manera, Asimov sí tuvo razón: si bien aún queda trabajo por hacer, la infraestructura está, así como la posibilidad de acceder al conocimiento disponible en ella. Las oportunidades de conectarse a esas bibliotecas rebosantes de información existen, de manera que la educación, en su sentido más puro y genuino, se encuentra hoy al alcance de buena parte de la población mundial, incluido por cierto nuestro país. Por ello insisto: esos vaticinios felices, en cierta forma, son hoy una realidad.
¿Cuál es el problema entonces?
El problema es que si bien la infraestructura y la información están, algo falló en el camino y jamás llegó a existir esa añorada revolución educativa de la que el prolífico escritor hablaba. Es decir, está todo al alcance de nuestra manos, menos una genuina voluntad e interés de parte de los usuarios –sean niños, estudiantes universitarios, trabajadores, dueñas de casa, jubilados o lo que sea– por educarse.
Desde luego lo anterior no responde mucho a la pregunta formulada, pues de inmediato nos cuestionamos: ¿y por qué a pesar de tener esa revolución educativa frente a nuestros ojos, la sociedad no se ha interesado por la adquisición del conocimiento?
La respuesta a esta nueva pregunta por cierto que no es de mi competencia, pero la formulación de estas interrogantes al menos debiera animarnos a observar que, mientras una buena parte de los estudiantes probablemente sobrecargue sus semanas de vacaciones de actividades hedonistas y sin sentido, la cacareada revolución educativa está mucho más cerca de lo que creen y al alcance de su mano, así como al alcance de la mano de cualquier otro, más joven o viejo, que quiera verdaderamente profesar algo de amor propio y adquirir conocimiento e información relevante para sí.
Es por esto que me gustaría saber, mientras la industria de la tecnología desarrolla aplicaciones que acercan la educación a la gente aún más de lo que ya lo hace Internet por sí sola, cuántos de los nobles partisanos que salieron a las calles y volverán a hacerlo este año porque quieren “educación de calidad”, efectivamente han aprovechado las oportunidades que –como a Jobs le gustaba decir– el cruce de la tecnología con las humanidades puede ofrecer. Y con aprovechar estas tecnologías no me refiero, por cierto, a desperdiciar buena parte del día conectado a Facebook o diarios de farándula.
Hay una sobrecarga de información en nuestras vidas; es verdad. Internet cuenta con cantidades inconmensurables de contenidos inútiles; innegable. Pero no es menos cierto, asimismo, que muchos realmente están haciendo algo por salir a buscar su educación de calidad (trabajo que en las condiciones actuales ni siquiera es tan laborioso y demandante de energía y tiempo), mientras otros se limitan nada más a sentarse y esperar que aquella caiga del cielo.
Y es que, como afirmó el especialista en educación Curtis Johnson: “según el modelo que sigue siendo dominante en la mayoría de escuelas del mundo, al entrar en el aula casi parece que el conocimiento sea algo escaso, difícil, prácticamente imposible de obtener a no ser que tengamos a un adulto debidamente cualificado de pie frente a un grupo de jóvenes que le escuchen solícitos, dispuestos a anotar en sus cuadernos cualquier dato supuestamente de valor. Pero los alumnos saben que no es así: el conocimiento es ubicuo. Pueden entrar en Google para buscar una respuesta y llegar a ella mucho más rápido que nadie en esta sala –hasta un muchacho de 9 o 10 años puede hacerlo–. Es cierto que tal vez no tengan el criterio para saber cuáles son las coas que merece la pena buscar, ni la sabiduría para valorar lo que encuentran, pero es evidente que pueden acceder al conocimiento; no tenemos que dárselo.”
Así, lo anterior parece generar otra brecha digital, no una entre usuarios conectados y desconectados, sino una entre usuarios que realmente aprovechan el potencial informativo y educativo que Internet genera y usuarios que, aun con acceso a la red, condicionan su vida de forma negativa de la misma manera que han sido condenados quienes han recibido una educación formal deficiente.
Esa es una brecha digital mucho más problemática que la que ya conocemos, puesto que, probablemente, el abismo entre los dos porcentajes de la torta sea más grande aquí que en un gráfico que ilustra cuántos ciudadanos están conectados a Internet y cuántos no. Además, será sin duda la siguiente brecha digital contra la cual nos enfrentaremos una vez que la anterior sea superada. Y es una brecha de la cual, por cierto, no he oído a nadie hablar.
Por Francisco Luco.
Contrariamente a lo que hemos creído por algún tiempo, el problema de la amenaza a nuestros derechos de acceso a la información y libertad de expresión no se llama SOPA, PIPA, ACTA o TPP.
El problema fundamental no radica en instrumentos legislativos que, intentando resguardar valores difusos –llámense seguridad digital o derechos de autor–, tienden a vulnerar derechos fundamentales. El problema no radica en la ley de turno que busca responsabilizar al administrador de un blog por las injurias que se puedan eventualmente verter en él; ni en la que exija a los ISP un control férreo de los contenidos que un usuario de Internet descargue y les ordene cortar el servicio si se tratare de determinado material; ni tampoco en la ley que determine mandar a la cárcel a quien ose distribuir en la red cualquier obra protegida.
Aunque en los hechos no lo parezca, estos episodios –mientras no se aprueben los correspondientes proyectos– son meramente anecdóticos. A lo más sintomáticos, si se quiere.
El verdadero problema, aquel del cual SOPA y muchos otros acrónimos son nada más sus consecuencias, dice relación con las dimensiones que ha alcanzado Internet en la vida cotidiana y los ojos con que la red comienza a ser vista por grupos de interés como empresarios y políticos.
Que no se me malinterprete con esto último. No se trata de elucubrar una nueva teoría salfatiana y ver enemigos ocultos en todas partes, sino de identificar los poderes fácticos y tradicionales cuya existencia todos conocemos, y cómo sus miedos son cosa mucho más manifiesta de lo que creemos.
En el caso del genérico concepto de “empresarios”, entendemos que se trata de ejecutivos de la industria discográfica, del cine y otras que, ejerciendo un lobby feroz sobre la llamada clase política, ven una supuesta amenaza al bienestar de sus respectivas industrias en el comportamiento de usuarios con pata de palo y parche en el ojo.
Pero además del resguardo de ciertos intereses comerciales, el poder tradicional también posee sus propias razones para aguarnos la fiesta.
Y es que el caso de los políticos es especialmente interesante. Un rápido examen a nivel global nos permite apreciar la diversidad de colores de que hacen gala los distintos países que han coartado o pretendido coartar la libertad de expresión, el acceso a la información y otros derechos fundamentales (fundamentalísimos en el nuevo milenio). Dicho en otros términos, el poderoso, abierto y masivo espacio de información, conocimiento, cultura, entretenimiento y educación en que se ha convertido Internet ha merecido la amenaza tanto de tiranías en Medio Oriente, como de la dinastía Castro en Cuba y de republicanos y demócratas en Estados Unidos. O sea, hay para todos los gustos.
Como afirma con precisión Claudio Ruiz, de la ONG Derechos Digitales:
“todas estas iniciativas tratan de entender las nuevas tecnologías e Internet fundamentalmente como un lugar opaco cuyas prácticas hay que regular con severidad para resguardar mecánicas de negocio de la era previa a internet. Así, otros derechos que ven en Internet una zona segura y de fácil desarrollo, como la libertad de expresión, terminan cediendo a favor de intereses comerciales vinculados a la explotación de los derechos de autor.”
Creo fundamental resaltar aquello de entender las nuevas tecnologías e Internet como un lugar opaco. Incluso, a juzgar por las acciones adoptadas en diversos ordenamientos, uno podría inferir sin miedo a equivocarse que Internet es visto muchas veces como un auténtico espacio de libertinaje, una anarquía que se ha venido soportando durante décadas, y que amerita con urgencia y prontitud una regulación sumamente interventora e –incurriendo en un despropósito jurídico– incluso sanciones penales. Pero en esa absurda apreciación, por cierto que no sólo tienen cabida los intereses comerciales a los que se aludía anteriormente.
Permítanme aquí hacer un paréntesis bastante clarificador. Y es que una buena forma de ilustrar la situación es una ya legendaria declaración de la NTIA de principios de 2010.
Citando el correspondiente artículo en inglés de Wikipedia, la National Telecommunications and Information Administration es una agencia integrante del Departamento de Comercio de Estados Unidos, cuya función consiste en operar como principal asesor del Presidente en materia de telecomunicaciones.
Pues bien. No fue más ni menos que dicho órgano el que en la mentada declaración enseñó una curiosa delimitación temporal para referirse a la historia de Internet y a las medidas reactivas que deberían adoptarse de cara al futuro. Así, la NTIA se empeñó en describir el período comprendido entre los años 1990 y 2000 como la “Política de Internet 1.0: transición a la comercialización” y el período comprendido entre 2001 y 2009 como “Política de Internet 2.0: desde el garaje a las calles”.
Aquel primer período, caracterizado por el surgimiento de los primeros ISP comerciales, habría sido observado con una actitud del gobierno norteamericano propensa a la no intervención, de manera que se facilitara el crecimiento de la red y se promoviera la innovación en garajes a lo largo y ancho de todo Estados Unidos. En el segundo período, por su parte, en donde resulta evidente la masificación de Internet y la forma en que éste pasa a convertirse en un servicio doméstico más (con 7 de cada 10 hogares estadounidenses conectados, según las estimaciones de la NTIA en ese entonces), comenzarían a aparecer los problemas: de privacidad, de seguridad y, era que no, de infracción de copyright.
Con este par de antecedentes es que la NTIA no dudó en sugerir hace dos años la “Política de Internet 3.0”, una que vendría a poner orden en un mundo de caos en que el principio “leave the Internet alone” ya no puede seguir teniendo cabida.
Estas ideas manifestadas en 2010 no representan sino el puntapié formal de las nefastas iniciativas que se han venido conociendo en el último tiempo. Y las mismas palabras escogidas en dicho discurso (más elocuentes de lo que yo pueda reproducir) dejan entrever el problema de fondo al que aludía al principio, aquel que subyace como causa de esos efectos que llamamos SOPA o ACTA.
El problema no es económico, sino esencialmente político y sociológico: tiene que ver con la forma en que las cuotas de poder ahora, al menos en una cierta y moderada medida, son “compartidas” entre gobernantes y ciudadanos conectados, y la forma en que a los primeros atemoriza una suerte de comunismo 2.0 que en realidad no es tal.
Tiendo a creer que los principales actores políticos que hoy gobiernan Estados Unidos y Europa –y en realidad cualquier país– son gente de avanzada edad con una visión de mundo ya formada, moldeada, a modo de ilustración, por paradigmas anacrónicos como el de la guerra fría.
Las nuevas generaciones, en cambio, nacen y verán expuesto su crecimiento a otra clase de estímulos, a nuevas formas de aprender y hasta a un cambio en códigos del lenguaje como nunca antes visto; a un mundo distinto, donde Internet no es la novedad científica que –como afirmaba la propia NTIA– hace sólo un par de décadas permanecía en un garaje, sino un ente universal y accesible cuya existencia resulta tan natural e incuestionable como el agua.
Es el mundo tecnologizado y rebosante de información y oportunidades que escritores como Isaac Asimov y un algo más pesimista Arthur C. Clarke vaticinaron varias décadas atrás; un mundo cuya configuración golpea fuertemente las nociones de políticos vetustos y que los inmoviliza, de la misma manera que hoy un anciano promedio de 80 años sería reticente a aprender a utilizar un reproductor de música digital en desmedro de la radio.
Por ahora, la única forma de escapar de lo que parece ser un complejo año para el derecho de acceso a la información y el ejercicio de la libertad de expresión, es el boicot de proyectos como SOPA y el ejercicio proactivo de labores de información y difusión tan loables como las de ONGs tipo Ciudadano Inteligente y Derechos Digitales.
Sin embargo, no podemos obviar que en un largo plazo son otras las determinaciones que deberíamos tomar para evitar que lo que en algún momento parecía erigirse como una biblioteca de entretenimiento, conocimiento e información sin límites y al alcance de cualquiera, termine sucumbiendo, más que a los intereses de la industria editorial, musical y cinematográfica, a los intereses de un orden y estructuras con formas particulares de ver y gobernar la sociedad. En este sentido, los pasos a seguir son evidentes y dicen relación con ese sagrado ejercicio cívico llamado voto, pues mientras no exista un recambio de mentalidad en el poder (ojo, que no basta rejuvenecer en 20 años a los candidatos), iniciativas como SOPA y PIPA seguirán multiplicándose.
Por Francisco Luco.
El consenso de analistas, columnistas, periodistas, políticos y público en general es que el año que acabamos de despedir fue uno, cuanto menos, difícil, complejo y, dicho con cierta siutiquería, “raro”.
Comparto dicha impresión, generada sobre todo por una suma difusa y algo etérea de eventos trascendentes que tuvieron auge en los más disímiles puntos del planeta. Y lo interesante –como vivimos en una sociedad globalizada– es que cada uno de estos eventos repercutió de alguna manera en otras latitudes y, al final, en el mundo entero, tanto en una dimensión política como económica y sobre todo social.
Fue el año de las revoluciones, de las caídas de tiranías que llevaban décadas incólumes, de la muerte del terrorista número 1 buscado por Estados Unidos, de los movimientos sociales, de las redes sociales, del flujo expedito de información pero también de la censura de la información.
Es difícil ubicar un punto de partida, y siempre el evento que convengamos en escoger como episodio inicial tendrá, a su vez, otros antecedentes y causas, de suerte que podríamos remontarnos al momento en que Eva mordió la manzana. Sin embargo, creo que un buen punto de partida, más o menos claro y explicativo –y el que en cierta manera desencadenó todo lo que ocurrió a lo largo del 2011–, corresponde a la filtración de cables diplomáticos por obra de Wikileaks, acontecido cuando ya se nos iba el 2010.
Si reflexionamos por un momento, todo lo que ocurrió el 2011 podría explicarse de alguna manera a partir del efecto dominó que generó lo hecho por Bradley Manning, Julian Assange y compañía; no por directa influencia de los propios contenidos de los cables diplomáticos expuestos, sino por el aura general y el contexto ideológico al que nos permitía arribar tal suceso.
Me refiero puntualmente al ensalzamiento del derecho de acceso a la información. Al final, lo que demostró primero Wikileaks, y luego Twitter con su formidable soporte a la hora de organizar movilizaciones y protestas en todo el mundo, es que, en definitiva, la información se encuentra actualmente en manos de todos, de manera instantánea y sin intermediarios (exceptuando los soportes tecnológicos).
Hoy en día todos cuentan con una cuota de poder más o menos significativa que les permite levantar causas en un par de minutos y derribar proyectos de ley o cualquier otra iniciativa que atente contra los intereses de esa selecta casta de personas informadas e hiperconectadas. Hasta aquí podríamos concluir entonces, y con relativo acierto, que el 2011, a pesar de los constantes intentos de boicot (léanse a modo de ejemplo las medidas de censura ejecutadas por el régimen egipcio para frustrar las protestas, o la propia ley SOPA), fue el año del acceso a la información y el libre flujo de ésta.
Lamentablemente no me van quedando muchas razones para mirar con optimismo el 2012, al menos en este aspecto. La ya mencionada ley SOPA es la mejor muestra de que los gobiernos de occidente no miran con buenos ojos la manera en que redes sociales y, en general, las nuevas tecnologías de la información permiten levantar causas que –más allá de que sean justas y sensatas o no– tienden a incomodar el poder central.
No es que estemos descubriendo el fuego. Desde hace mucho tiempo hemos podido comprobar la importancia de las nuevas tecnologías de la información como motor de cambio social y político, y hemos tenido también la oportunidad inferir que estas herramientas son un arma de doble filo, con una capacidad de generar gran suspicacia en los gobernantes de todas partes. Sin embargo, creo que es 2011 el año en que este cúmulo de ideas y valores ha alcanzado su auge, y por ello es que los órdenes de Occidente comienzan a tomar cartas en el asunto.
Tomemos como ejemplo la ya mencionada Stop Online Piracy Act. Desconozco lo que irá a ocurrir con ella en el estado en que se encuentra en el Congreso, con sus evidentes y abiertas contradicciones a la primera enmienda y otros derechos fundamentales garantizados en la propia legislación norteamericana. En el mejor de los casos, tal vez el lobby ejercido por usuarios de a pie e importantes empresas que dependen de una Internet relativamente libre logre derribar el proyecto.
Podría ocurrir también –de todo se puede esperar de la tierra del tío Sam– que la iniciativa SOPA, tal como se encuentra redactada hoy, llegue a convertirse en una ley plenamente vigente para todos y cada uno de los Estados del país del norte, con las consiguientes y nefastas implicancias para todos los países conectados a Internet y que dependan de lo que hagan o dejen de hacer los servidores establecidos en Estados Unidos.
Pero si llegara a concretarse el peor de los temores de todo internauta, ¿estamos condenados? Parecen haber dos salidas o posibles desenlaces.
La primera y la “más legítima” radica en la confianza que podamos tener en la sanidad del sistema legal estadounidense. La aprobación de una norma antijurídica por donde se le mire, que atenta abiertamente contra la primera enmienda y los más sacrosantos valores políticos y sociales de Estados Unidos, debiera ser revisada por la Corte Suprema y ser declarada inconstitucional. Si las instituciones funcionan, sabemos que una ley federal ya aprobada es susceptible de ser declarada inconstitucional por los tribunales superiores de justicia, en virtud, precisamente, del principio de supremacía constitucional, y así restablecer el imperio del derecho.
Pero si nada de esto llegara a ocurrir, lo más probable es que sólo se contribuya a profundizar el problema y termine desahogándose una manifestación global de proporciones épicas. Internet es el último verdadero bastión de libertad que nos va quedando, y por ello podría afirmar con convicción que, si bien hay muchas cosas que desconozco y soy incapaz de predecir, ésta es una de esas en la que el futuro ya se puede anticipar con relativa seguridad. Y es que nadie se quedará de brazos cruzados mirando cómo la fuente universal de conocimiento por excelencia queda atrapada en las redes del poder central, la censura y –si nos compramos la tesis de que realmente todo esto pasa por la protección de los derechos de autor– los intereses de las compañías discográficas y grandes medios.
El 2011 fue el inicio de un proceso de cambios y descontento a nivel global; algunos con causas distintas, pero todos interrelacionados de alguna manera (sea desde un punto de vista geopolítico, tecnológico o sociológico). No hay razón alguna para pensar que el 2012 la tendencia se detendrá o revertirá, y por ello es no sería aventurado esperar, asimismo, una feroz oposición de gobernantes de todas partes. Por ello creo que, definitivamente, el año que recién comienza verá de alguna manera frustrados sus intentos por consagrar el acceso a la información y la transparencia como los grandes valores a los que aspira la sociedad moderna. El panorama que se vislumbra durante los próximos doce meses aparenta ser más difícil, complejo y “raro” que nunca.
Por Luis Pineda
La era de la información y el conocimiento que se vive actualmente, ha contribuido a que los ciudadanos con acceso a Internet tengan la posibilidad de poder interactuar de una forma más directa con sus representantes populares, situados en las diferentes esferas del poder gubernamental, a través de las Redes Sociales y otros tipos de tecnologías de información que muchas estructuras de gobierno, no tan solo en México sino en el mundo, están implementando como parte de sus proyectos de Gobierno 2.0 también conocidos como Gobierno Abierto, mismos que buscan principalmente una mayor transparencia, apertura y colaboración en relación con los ciudadanos.
Las redes sociales actuales como FaceBook y Twitter, permiten a los ciudadanos organizarse de manera virtual y construir demandas ciudadanas, mismas que son entregadas utilizando estas tecnologías de información, y en otros casos, han permitido y fomentado la participación ciudadana en temas que son de interés público, lo que ha dejado patente a los políticos o servidores públicos la enorme responsabilidad que tiene su labor en las decisiones que toman a nombre de millones de ciudadanos.
Para la Dra. Silvia Bolos Jacob, del Departamento de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Iberoamericana de México, el término participación ciudadana se aplica a aquellos casos que representan una respuesta – individual o colectiva – desde lo social a una convocatoria realizada por parte de las autoridades gubernamentales en aquellos espacios institucionales que éstas designan o crean. Las redes sociales en la actualidad, juegan un importante papel en la promoción de la participación ciudadana y posibilitan el ejercicio de este derecho de parte de los ciudadanos, como lo establece, para el caso particular de México, el artículo 7, fracción XVI de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental que indica como obligación de transparencia para las dependencias federales así como sus otros sujetos obligados contar con mecanismos que garanticen esta participación.
De acuerdo con lo expuesto anteriormente, la participación ciudadana se puede entender como un proceso que incluye tanto al gobierno como a la sociedad. De esta manera, una dependencia gubernamental tiene la posibilidad de crear espacios virtuales a través del uso de redes sociales que permitan a un ciudadano tomar posición, a través de sus comentarios o preguntas, independientemente de su poder de intervención en las decisiones públicas de la institución.
Finalmente, es importante comentar los aspectos que una dependencia gubernamental debe considerar al tomar la decisión de incorporarse a las redes sociales. Uno de ellos es la generación y aprobación de lineamientos para regular el funcionamiento de las cuentas de FaceBook y Twitter (por ser las de más uso actualmente), mismos que deberán ser aprobados por el órgano competente al interior de la institución. Estos lineamientos una vez aprobados deberán hacerse del conocimiento, tanto al interior de la dependencia, así como a la ciudadanía a través de un boletín informativo en el Sitio Web sobre la incorporación de la dependencia a las redes sociales mencionadas.
Estos lineamientos deberán establecer de manera clara entre, otros aspectos, el tipo de información que se publicará (distinguiendo claramente entre la información en materia de Comunicación Social y la relativa a Transparencia y Acceso a la Información Pública), las políticas para su uso, la regulación de comentarios y opiniones, la aclaración de dudas específicas, el comportamiento de etiqueta en las mismas tanto para la institución como para la ciudadanía, la unidad interna que será responsable de administrar dichas cuentas, etc.